type='text/javascript'/> Mundo Playmobxx: febrero 2010

17.2.10

El agitador de la tierra o una nube personal


Llovió siempre en Rocha. No dejó de llover. Los cúmulos se convertían en cúmulos congestus y los cúmulos congestus se convertían en cumulonimbos. Combatí ardorosamente contra Poseidón por el control humano y terrenal sobre el mar y perdí. Luché valerosamente, me mantuve en el agua embravecida frente a los insolentes sonidos de ese hombre vestido con un buzo, pantalones cortos naranjas y pito en la boca. Luché contra todos mis amigos que corrían desesperados a por un chivito, dejando mi mochila Richard Ford anegándose, con vientos desesperados de arena, con mujeres de 40 aparentando 25. Pero perdí. Y luego, seguí luchando. Me llamaron fanático. Me dibujaban en la arena como un individuo rojo, cargado de una heladera de plástico que tenía pintado con marcador azul Aguante San Justo, una sombrilla amarilla y blanca, un termo y un juego de tejo.

De vuelta en Buenos Aires, creí, ingenuamente que habíamos hecho una tregua. Poseidón y yo nos habríamos juntado en algún momento y habríamos distribuido el disfrute del agua, casi como en un ejercicio de divorcio. Los veranos para mí y el resto para vos. Era un buen pacto. Pero los dioses cuentan con que los mortales no se den cuenta que el verano dura más de lo que duran tus vacaciones.

También odio a los guionistas. Odio a la directora de la Escuela que dice tener el modelo, que habla del modelo de las cinco columnas, que explica lo más complejo partiendo de lo más simple y que no deja de hablar de su única película, la cual no ví y que no veré. Nos quedamos una hora y media más de lo previsto porque llovía. Ella decía que era como en Cuba, que era una lluvia huracanada y que ya se estaba yendo de la zona. Mostraba la terraza, el mirador de tormentas y comentaba la posición de la palmera como síntoma de su conocimiento. La odié desde que empezó a hablar hasta que la palmera empezó a mecerse de nuevo.

Me levanté, me fui y pensé que si me aseguran que esa rubia de rulos va a ser mi compañera, probablemente, empiece a querer a la directora huracanada. Cuando salí, prendí un cigarrillo, esperé que dejara de llover y finalmente amainó. Caminé tranquilo, con paso sereno, mientras llamaba a Majo y le pedía cambio de planes y comida china. A la mitad de cuadra, corrí y ya estaba empapado. Cada esquina implicaba una decisión. Las tomé todas mal. En cada una, metí la pierna hasta el fondo, nunca calculé correctamente la profundidad y siempre salí con la zapatilla chorreando.

Cuando llegué a Corrientes, llamé a Majo y exigí un nuevo cambio de planes. Me voy a mi casa, estoy mojado y me voy a enfermar. A la distancia veo el 65. Para tomarlo, hundo nuevamente las piernas en un río tumultuoso, luego en otro y finalmente camino entre las luces largas de los autos que en varias ocasiones casi se deslizan sobre mi cuerpo. Subo, le pido un boleto de lancha colectiva y se ríen. Se ríen de mí, obviamente y de mi constante goteo. Me voy al fondo. Miro a todos los pasajeros. Somos compañeros de tragedia. Somos los sobrevivientes del maremoto. Y estamos secretamente unidos por las conversaciones de los sobrevivientes. La humanidad no me ha abandonado. Los amo a todos.

Afuera llueve más. Cuando creo por esa esquina está llegando un barco lleno de animales, o Moby Dick, con su deforme mandíbula, el 65 se detiene. Todo está detenido. Al maremoto le siguió la catástrofe del atentado terrorista. Mis compañeros sobrevivientes comienzan a esconder sus provisiones, llaman desesperados por teléfono pidiendo explicaciones o dando excusas, sacan la cabeza y miran el río detenido de autos en contraste con el heraclíteano movimiento del río en Corrientes. En la Avenida Corrientes.

El tiempo pasa. Un viejo de 60 años se levanta a una de 30 cediéndose mutuamente el asiento. Un director, que le cuenta su guión técnico a una, finalmente la besa y llama a su novia para decirle que se queda en la casa de un amigo. En realidad, se van los dos a La Plata. Pero nunca llegarán, como nunca volverá Charlie para conocer la fama de Drive Shaft. Nadie entiende qué ocurre. Hace 30 minutos que el colectivo está parado. Nos odiamos y desconfiamos en estado hobesssiano. La poesía de la lluvia, llegó a decir la conchuda de la directora. Medito. Me saco los auriculares. Sigo mojado. Medito. Me concentro. La gente camina sin rumbo fijo entre los autos. Compran jugos, alfajores, chucherías. Van hacia adelante, hacia el costado y vuelven. Los marginados también caminan y piden plata. En sus autos, detenidos hace cuarenta y cinco minutos, todos creen estar igual de mal que ellos. Pasa el Boga, militante eterno de Educación, con una remera de alguna edición del Foro Social de Porto Alegre, gritando que Macri trajo el Carnval de Venecia a Buenos Aires. Quiero bajar y abrazarlo.

De hecho, bajo. Calculamos con la pareja recién formada una estrategia. No pises nunca allá. Pisa ahí. Después da la vuelta por detrás del colectivo y salís a la mitad de la calle. Nunca a la vereda. Recordamos, cooperativamente, los desaparecidos en las cloacas. No queremos que se nos reconozca por nuestra mochila. Finalmente, ellos reculan. No bajamos. Era obvio. No quieren salir de la seguridad de estar mojados, de estar encerrados, de no tener opción. Descender es, para ellos, tener la opción de no engañar a sus respectivas parejas. Manga de maricones, mascullo y sigo el plan a la letra. No es que me escape de la situación ideal para conocer al amor de tu vida. (¿Cómo se conocieron? Llovía….)Es que no soporto más.

Piso sin el suelo y soy tan libre que se me erizan los pelos del brazo. No, tengo la camisa mojada. Camino decidido por Corrientes. Paso entre los autos e íntimamente pienso que son todos unos estúpidos, varados ahí, con sus malditas propiedades, su codicia y su envidia hacia el pobre muchacho de la 4x4, tan sojero él. Confiado en la superación de la naturaleza miedosa del ser humano, cruzo Juan B. Justo. Justo ahí empieza otro lago. Enorme. En el medio, un camión de bomberos corta todo. Policía. Mucha. Mejor sería que llegue la Prefectura. Desando mis pasos. Juan B. Justo es la parte honda de la pileta. Para cualquiera de los dos lados. Camino por Corrientes, tomo Darwin. Todo es posible. Sólo los vecinos que salieron a comentar la tragedia. Camino, una, dos, tres cuadras. Juan B. Justo está peor. Mientras llego a la cuarta cuadra, veo que no hay nada más allá de ese largo lago roñoso. No hay un fin. No hay “la otra orilla”. Estoy rodeado. Vivimos en una isla con gente que no conozco pero de la cual debo tomar cuidados. Cuando vuelvo a Corrientes, las esquinas se juntan de quienes contemplan la tragedia. Mientras vuelvo a hablar con Majo, quien me recomienda pedir un taxi y yo le pido un helicóptero, grito Señor Ibarra, vuelva.

Paso enfrente de la casa de Idez. Necesito irme. Estoy mojado, me chorrea el agua, soy una versión del Monstruo del Lago. Una mala versión. Lo llamo? Llego a la orilla de Juan B. Justo y al sojero de la 4x4 están por lincharlo. En general, los argumentos se reducen a: hace una hora y media que estoy acá, hijo de puta, vos no pasás. Revanchismo en estado puro. Nadie se va si yo no me voy. La 4x4 decide: o me linchan, a mí y a mis compañeros sojeros, o la pongo a navegar. La pone a navegar. Cuatro se encaraman sobre el guardabarros y allí va. Abre el agua. Es el primero en mucho tiempo que pasa. Los habitantes de la orilla nos miramos. Si llega él, salimos nosotros. Llega.

Somos 8. Tendríamos que portar unas antorchas. O tendríamos que caminar como zombies. Pero de todas formas, la luz cortada de Corrientes, que no se refleja en el lago, convierte todo en una película de terror. El agua está menos fría que en La Pedrera. Bastante menos fría. Una señora (nunca una rubia de rulos) me toma del brazo, yo tomo de la mano al que va adelante y así, como en una danza judía, avanzamos lentamente por Corrientes. En la mitad del trayecto, cuando el agua me llega hasta las rodillas, hago lo de siempre. Pienso si estará bien lo que estoy haciendo. Es claro que es algo que ningún amigo mío hubiera hecho. De hecho, hay uno sólo que lo hizo. Es al que vamos a ponerle flores en la alcantarilla de Pacífico.

Una de las fugitivas grita por una rata. Le grito que no se preocupe. Que las aguavivas son mansas acá. Antes de que el agua me encoja más los genitales, el agua desciende y la salvación, después de una cuadra y media parecida a Buscando a Nemo, llegó a algo húmedo. Miro al agua, y ese tipo tan parecido a mí, tan churro que vive en el fondo del río de Corrientes me guiña un ojo, antes de transformarse en Poseidón. Agitador de la tierra puto. Vos perdiste un concurso, cagón. Me saco las zapatillas, me estrujo las medias y mientras creo que estamos en la orilla de Rocha, lo veo a Idez que camina y me dice y obvio, tenías que estar ahí.

Nos tomamos una birra en un bar con ping pong. Quizás sería demasiado enfático decir que se me cayó un vaso lleno de cerveza en el pantalón.

(*)pic from here

2.2.10


Te odio. Sólo por momentos, cuando vos me querés, parece que yo también te quiero. Pero es falso. Te odio y blasfemo tu nombre. Escupo sobre tu tumba. Maldigo tu prole y progenie, si es que ellas fueran diferentes. Yo simulo que te quiero porque algún libro me convenció de que la venganza siempre es insider, que la venganza en la que uno mata a un tipo en el supermercado es banal, rápida y poco sofisticada.
Yo quiero enamorarte, decirte que te amo, viajar a Brasil y emborracharnos todos los días, coger toda una tarde de lluvia, repartir los espacios de la biblioteca, presentarte a mi familia, que me presentes a la tuya, que comamos helado mientras miramos una película de Scorsese o de Truffaut, hacerte el café a la mañana y no hablar durante dos horas, que me cuentes de tu día de trabajo, que cojamos, que salgamos y que juguemos en el equipo que seguramente va a perder contra el combinado de estrellas del resto del mundo, que nos ríamos y que, finalmente, vos te enamorés de mí. Ahí, probablemente te mate. O te haga la vida imposible sólo con callarme y poner esta cara que he perfeccionado durante tantos años. Pero es más probable que te mate y luego viaje a Sonora, donde muera en un viaje de peyote.
¿Te das cuenta que cuando no me das bola me estás cagando un plan fantástico?