El extraño momento donde nace la timidez
De cómo PH se siente obligado por sus tres lectores y escribe una historia donde nace un apodo.
i.
Cuando me fui de viaje de egresados a Córdoba, pensé que era popular. Era yo el que tenía 10 atados de cigarrillos en la mochila que habíamos ido comprando de a poco, robando a nuestros padres, etc. Sin embargo, las informaciones fueron pasándose de oído en oído y ante una muy segura requisa de las madres acompañantes a nuestras habitaciones, tiramos los cigarrillos por la ventana del hotel, con la triste noticia de que al otro día no quedaba ni siquiera una nota diciendo: gracias, manga de forros.
Hasta ahí, la popularidad no era negativa: era más bien un valor neutro, una posibilidad que se había diluido. La popularidad decayó más bien en otro momento: fue cuando desde mi habitación, que había dejado de ser popular desde que al pelotudo de Nicolás, el mismo que se cagaba en todos mis cumpleaños en Deportivo Español, se había gastado toda la plata que le habían dado en dos días, jugando a uno de los tres fichines que había en el “lobby” del hotel (que, ni siquiera, era un Tetris); desde mi habitación, así empezaba la oración, se empiezan a escuchar risas, primero masculinas, después femeninas, después más risas, después lo que nos parecían besos; todo eso pasaba en el pasillo.
Cansados de practicar la sana competencia de “a ver a quién le salta más” – perdí - , abrimos la puerta para salir a la felicidad que nos esperaba afuera.
Afuera: un retazo de una cabellera rubia, dos manos sosteniendo una cabeza, unos cuarenta centímetros de piel y las risas más cercanas, mayor cercanía con el aire de esas risas. Eso era casi una foto porno para nosotros. Cuando estamos a punto de abrir del todo la puerta, alguien la cierra violentamente al grito de “malenganchado!!!”
Extrañamente, todos acatamos la orden implícita y nos tiramos a dormir. A nadie se le paraba.
ii.
Yo recién me había separado de una novia que, como siempre fue mi mejor amiga, ahora también lo es, digamos porque nos queremos. Ibamos a la cancha de River en la temporada 95-97. Me acuerdo que la misma noche que viajé a Granada, llovía a cántaros y River tenía que jugar contra Vélez por el campeonato local. SI bien no era una final final, si el Millo ganaba, era campeón. Cuando ya estaba por subir al avión – no les tenía miedo entonces – ví un teléfono público. Marqué los siete números – después le agregaron los 4 adelante – y en vez de atenderme ella, me atiende la madre.
- M. no está, Facu. ¿No estás viajando ya?
- No, todavía no. ¿Cómo va el partido?
- No sé, no lo estoy escuchando.
La cosa es que en ese entonces había una especie de uniforme de la cancha que, quizás hoy lo siga siendo: las Topper blancas y el jardinero (en lo posible Lee). Y antes de que M. fuera novia, tuve que hacer todo y de todo para lo que fuera: desde hacerme el borracho hasta ser el amigo que escuchara todos sus éxitos amorosos con otros, desde ser compañero de secundaria de ella hasta llorar dos veces por día por que no me había hablado un día; desde leer a Sábato hasta prometer que, si a los 29 estabamos solos, nos casábamos.
El día que inauguré el uniforme, era una noche donde jugaban River e Independiente, creo que por alguna Supercopa. Llegamos medio tarde y la popular estaba hasta las manos así que subir dos escalones se hacía casi como que Enzo jugara mal. La multitud empujaba para el costado, para atrás, para adelante y nosotros ahí, sin querer, rozándonos. Mi cara de preocupación por M debió ser grande; uno, grande, bien grande con una remera roja de River me tocó el hombro y me dijo “no te preocupes, flaco, te ayudamos a cuidar a tu novia”. Pensando si es que la iban a violar ahí mismo o en el entretiempo, la neurosis me empezó a aflojar cuando ví que no pasaba nada. Terminó el segundo tiempo, ahí venían los penales y yo lo único que pensaba es que alguien se la había confundido con mi novia. Y era tan poco, y yo me agarraba tanto de esa imagen sabiendo que era poco, pero sabiendo que aparte de mí, alguien más estaba confundido.
River perdió, yo seguía confundido, y la desconcentración se hacía caótica: todo daba la sensación de que las hinchadas querían salir rápido para cagarse a trompadas. Corridas por los pasillos oscuros del segundo piso de la cancha, tumultos en las escaleras y yo entre que Cedrés se había errado el penal y qué bueno que acá estoy con la imagen de mi novia que todavía no sabe nada. En eso, cuando venían los Borrachos caminando hacia nosotros – no comandados por el cool de Alan, sino por el más típico Diariero – M. me agarró la mano. Bajamos la escalera. Salimos de la cancha. M me soltó la mano.
iii.
Así fue que empecé a usar jardinero, casi como una cuestión de cábala. El tema es que, claro, en Parque Patricios el jardinero también era uniforme pero por distintas razones: el ambiente ricottero-stone que, lamentablemente, se degeneró hasta el rockchabón de hoy – no es que no fuera degenerado antes pero, joder, hay diferencias - , te permitía vivir más o menos en paz con tu indumentaria. Una armonía no buscada pero sin embargo ahí, al alcance de la mano.
Claro, el nene entra en la Facultad de Filosofía y Letras, un emporio importantísimo del pensamiento nacional. Bueno, no sé por qué me metí en esa carrera ni siquiera hoy lo sé. Los tres primeros años de carrera, donde yo ya me había separado de M., los pasé en compañía de un grupo bastante bizarro, que estaba nucleado fundamentalmente alrededor de la idea de que nuestros compañeros eran unos pelotudos, que nuestras compañeras no nos daban bolas y que mejor hubiera sido estudiar Letras, decí que ahí son todos más pelotudos que nuestros compañeros y las chicas más bien son todas lesbianas. Eso y Dostoievsky para ser sinceros era lo que nos unía. Eso y la desmesura rusa.
Entre ellos estaba Dragón del Mar. DDM y Sebastián – otro Sebastián, hoy devenido un serio académico michiganiano – eran una máquina de bardear; iban a las clases después de la reunión de los Viernes – donde se juntaban cuatro horas antes del práctico de Moderna a chupar birra -, se sentaban en Platón durante tres horas a inventar chistes, te empujaban delante de la chica que te gustaba para que tu café se te cayera en la rodilla, eran los primeros en llegar a La Diabla, donde nos pasábamos cuatro horas en esquinas aledañas tomando birra para entrar durante cuarenta minutos y, principalmente, no te dejaban tomar apuntes. Apenas empezabas a escribir en el cuaderno espiralado que decía Universitario en la tapa, te lo sacaban o te movían la lapicera. “Después te comprás los teóricos. Puto”. Y así.
Un día fui con mi enterito Levis nostalgioso a un teórico de Contemporánea. Ese día me empezaron a llamar Pity - como el de Viejas Locas -, algo que a veces se les escapa, más bien cuando quieren hacerme enojar o cuando no tienen nada de qué hablar entre ellos. Ese día, también, fue el último que usé mi enterito Levis.
i.
Cuando me fui de viaje de egresados a Córdoba, pensé que era popular. Era yo el que tenía 10 atados de cigarrillos en la mochila que habíamos ido comprando de a poco, robando a nuestros padres, etc. Sin embargo, las informaciones fueron pasándose de oído en oído y ante una muy segura requisa de las madres acompañantes a nuestras habitaciones, tiramos los cigarrillos por la ventana del hotel, con la triste noticia de que al otro día no quedaba ni siquiera una nota diciendo: gracias, manga de forros.
Hasta ahí, la popularidad no era negativa: era más bien un valor neutro, una posibilidad que se había diluido. La popularidad decayó más bien en otro momento: fue cuando desde mi habitación, que había dejado de ser popular desde que al pelotudo de Nicolás, el mismo que se cagaba en todos mis cumpleaños en Deportivo Español, se había gastado toda la plata que le habían dado en dos días, jugando a uno de los tres fichines que había en el “lobby” del hotel (que, ni siquiera, era un Tetris); desde mi habitación, así empezaba la oración, se empiezan a escuchar risas, primero masculinas, después femeninas, después más risas, después lo que nos parecían besos; todo eso pasaba en el pasillo.
Cansados de practicar la sana competencia de “a ver a quién le salta más” – perdí - , abrimos la puerta para salir a la felicidad que nos esperaba afuera.
Afuera: un retazo de una cabellera rubia, dos manos sosteniendo una cabeza, unos cuarenta centímetros de piel y las risas más cercanas, mayor cercanía con el aire de esas risas. Eso era casi una foto porno para nosotros. Cuando estamos a punto de abrir del todo la puerta, alguien la cierra violentamente al grito de “malenganchado!!!”
Extrañamente, todos acatamos la orden implícita y nos tiramos a dormir. A nadie se le paraba.
ii.
Yo recién me había separado de una novia que, como siempre fue mi mejor amiga, ahora también lo es, digamos porque nos queremos. Ibamos a la cancha de River en la temporada 95-97. Me acuerdo que la misma noche que viajé a Granada, llovía a cántaros y River tenía que jugar contra Vélez por el campeonato local. SI bien no era una final final, si el Millo ganaba, era campeón. Cuando ya estaba por subir al avión – no les tenía miedo entonces – ví un teléfono público. Marqué los siete números – después le agregaron los 4 adelante – y en vez de atenderme ella, me atiende la madre.
- M. no está, Facu. ¿No estás viajando ya?
- No, todavía no. ¿Cómo va el partido?
- No sé, no lo estoy escuchando.
La cosa es que en ese entonces había una especie de uniforme de la cancha que, quizás hoy lo siga siendo: las Topper blancas y el jardinero (en lo posible Lee). Y antes de que M. fuera novia, tuve que hacer todo y de todo para lo que fuera: desde hacerme el borracho hasta ser el amigo que escuchara todos sus éxitos amorosos con otros, desde ser compañero de secundaria de ella hasta llorar dos veces por día por que no me había hablado un día; desde leer a Sábato hasta prometer que, si a los 29 estabamos solos, nos casábamos.
El día que inauguré el uniforme, era una noche donde jugaban River e Independiente, creo que por alguna Supercopa. Llegamos medio tarde y la popular estaba hasta las manos así que subir dos escalones se hacía casi como que Enzo jugara mal. La multitud empujaba para el costado, para atrás, para adelante y nosotros ahí, sin querer, rozándonos. Mi cara de preocupación por M debió ser grande; uno, grande, bien grande con una remera roja de River me tocó el hombro y me dijo “no te preocupes, flaco, te ayudamos a cuidar a tu novia”. Pensando si es que la iban a violar ahí mismo o en el entretiempo, la neurosis me empezó a aflojar cuando ví que no pasaba nada. Terminó el segundo tiempo, ahí venían los penales y yo lo único que pensaba es que alguien se la había confundido con mi novia. Y era tan poco, y yo me agarraba tanto de esa imagen sabiendo que era poco, pero sabiendo que aparte de mí, alguien más estaba confundido.
River perdió, yo seguía confundido, y la desconcentración se hacía caótica: todo daba la sensación de que las hinchadas querían salir rápido para cagarse a trompadas. Corridas por los pasillos oscuros del segundo piso de la cancha, tumultos en las escaleras y yo entre que Cedrés se había errado el penal y qué bueno que acá estoy con la imagen de mi novia que todavía no sabe nada. En eso, cuando venían los Borrachos caminando hacia nosotros – no comandados por el cool de Alan, sino por el más típico Diariero – M. me agarró la mano. Bajamos la escalera. Salimos de la cancha. M me soltó la mano.
iii.
Así fue que empecé a usar jardinero, casi como una cuestión de cábala. El tema es que, claro, en Parque Patricios el jardinero también era uniforme pero por distintas razones: el ambiente ricottero-stone que, lamentablemente, se degeneró hasta el rockchabón de hoy – no es que no fuera degenerado antes pero, joder, hay diferencias - , te permitía vivir más o menos en paz con tu indumentaria. Una armonía no buscada pero sin embargo ahí, al alcance de la mano.
Claro, el nene entra en la Facultad de Filosofía y Letras, un emporio importantísimo del pensamiento nacional. Bueno, no sé por qué me metí en esa carrera ni siquiera hoy lo sé. Los tres primeros años de carrera, donde yo ya me había separado de M., los pasé en compañía de un grupo bastante bizarro, que estaba nucleado fundamentalmente alrededor de la idea de que nuestros compañeros eran unos pelotudos, que nuestras compañeras no nos daban bolas y que mejor hubiera sido estudiar Letras, decí que ahí son todos más pelotudos que nuestros compañeros y las chicas más bien son todas lesbianas. Eso y Dostoievsky para ser sinceros era lo que nos unía. Eso y la desmesura rusa.
Entre ellos estaba Dragón del Mar. DDM y Sebastián – otro Sebastián, hoy devenido un serio académico michiganiano – eran una máquina de bardear; iban a las clases después de la reunión de los Viernes – donde se juntaban cuatro horas antes del práctico de Moderna a chupar birra -, se sentaban en Platón durante tres horas a inventar chistes, te empujaban delante de la chica que te gustaba para que tu café se te cayera en la rodilla, eran los primeros en llegar a La Diabla, donde nos pasábamos cuatro horas en esquinas aledañas tomando birra para entrar durante cuarenta minutos y, principalmente, no te dejaban tomar apuntes. Apenas empezabas a escribir en el cuaderno espiralado que decía Universitario en la tapa, te lo sacaban o te movían la lapicera. “Después te comprás los teóricos. Puto”. Y así.
Un día fui con mi enterito Levis nostalgioso a un teórico de Contemporánea. Ese día me empezaron a llamar Pity - como el de Viejas Locas -, algo que a veces se les escapa, más bien cuando quieren hacerme enojar o cuando no tienen nada de qué hablar entre ellos. Ese día, también, fue el último que usé mi enterito Levis.
9 comentarios:
Eso le pasa por desear que perdiera Independiente. Eso le pasa por usar en vano el nombre de Pity Álvarez. Y todavía nos debe una explicación, porque de la historia de un apodo, ni noticias.
Como historia, un poco floja; como anécdota, un poco larga; como post, poco feliz; como apodo, un abuso (con el Pity no se jode); como hincha, un maricón; como egresado, un gonca; como yerno, un chupamedias.
Mas que un Playmobil, amerita un Ken.
Iba a profundizar un poco el comentario que te hice por teléfono pero, qué sé yo, volví a leer la última parte y se me piantó un lagrimón.
debería haber terminado de otra manera. El enterito se lo dejabas a Dragón del Mar, que te había garchado en el baño de Puán.
No haga caso, a mí la historia me encantó, así como está.
Con un novio de mis tiernos 16 y que no duró más de dos meses, habíamos prometido que si a los 30 estábamos solos, nos casábamos. No lo vi nunca más, pero si a los 40 estoy sola, capaz lo llamo.
En su barrio hay murciélagos?. Estoy buscando mi Batman, vió?.
mp: cómo que no hay explicación del apodo? en mis escasas conexiones causales está; frente a cualquier duda, acuda a mi terapeuta que le dirá lo que en realidad pasa; después, digame que le dijo
nadie: más que un comment, es una escupida lo suyo.
ddm: profundice;
a: es raro que todavía te acuerdes de aquella tarde en que te dejamos fuera.
roberta: me hizo reir mucho... llamelo aunque más no sea para que vea como las promesas fallan.
batichica: no, dicen que sólamente hay gorriones: yo no les creo pero bueno...
Che, cómo me perdí todo eso (me refiero a iii)?
qué bueno ir a ver a River en el '96!
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