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14.10.09

Musulmanes: Al final, siempre hay un ejército de narcos del otro lado de la puerta


Musulmanes, de Marianito Dorr no es literatura del yo, no es literatura, sino más bien, un diario personal, posts pero más cortos. De hecho, cuando conocí su blog, nunca pude leer más de diez líneas; el rosa me hace un poco mal, la cursiva es poco miope friendly y la extensión de los posts se me hacía casi siempre insalvable. La estupidez del párrafo de arriba no es más que petardismo. Pero sí dice lo que quiero decir y es que en Musulmanes lo que hay es una configuración del mundo, una configuración de las percepciones que está estructurada sobre las drogas, en especial, de la cocaína. Si yo pienso en la cocaína, pienso en un par de bares pero principalmente pienso en Al Pacino al final de Scarface; desolado, completamente descontrolado y confirmando su paranoia con el ejército de narcos colombianos que lo espera con las municiones más pesadas que se pueden transportar en varias camionetas, Al Pacino se enfrenta a una montaña de cocaína y hace lo que todo ser sensible debería hacer en ese contexto: hundir la nariz. Pero Dorr piensa en otra cosa cuando piensa en la cocaína: piensa en las experiencias de su vida en los últimos años. Por ejemplo, piensa en los dealers, piensa en todos sus amigos que compartieron, en la alfombra donde se esconden los últimos granos de merca, en la sangre que cae al final de una noche convertida en tarde de domingo, en las múltiples mentiras a las cuales es llevado para vivir socialmente duro. Cuando digo que lo de Dorr no es literatura, o al menos no es narrativa, lo que estoy diciendo es que no hay personajes: los individuos aparecen y desaparecen de su obra, así como las bolsas aparecen y desaparecen de las mesas, como las líneas del platito. Que haya individuos que aparezcan más veces en Musulmanes no es producto de otra cosa que de que con ellos consumió más, o de que estuvo en más situaciones con ellos. Esa configuración del mundo que nos lleva a reconocer que sólo tenemos amigos que consumen las drogas que nosotros consumimos. Hay una pequeña trama en Musulmanes y que tiene que ver con la llegada de su hija y la necesidad de detener el consumo. Pero cada vez que Dorr refuerza su voluntad de no consumir más, de no llamar más a sus dealers, instantáneamente nos cuenta otra de dealers, de noches de locura, de conversaciones simultaneas con cuatro personas. Recordar que uno consume no es consumir. Pero es seguir pensando en consumir, es seguir esperando cuál es el peor momento de nuestras vidas que nos va a permitir salirnos de nuestro juramento de no tomar nunca más. Así, cuando nace Martina, lo primero que hacen en el hospital es enchufarle un cable en las fosas nasales; lo segundo, es pincharla con una jeringa. Ya en su casa, como si no hubiera sido lo suficientemente claro, Martina aparece ante Dorr como la hiperactiva, como la que tiene la energía desbocada, casi igual a la que él y su esposa tenían cuando las noches eran eternas. Es verdad que cualquiera de las cosas que le pasan a Martina parecen ser normales en el mundo bebé que nos acosa cuando la gente se convierte en padres; pero la configuración del yo de Dorr hace que cualquier cosa sea droga. Quizás esa es la razón por la cual Musulmanes se lee excesivamente rápido.

18.9.09

por qué Glee va a ser una pésima serie


Supuestamente Glee es la nueva apuesta de Fox en el terreno de las series e iba a tratar de cómo un grupo de rechazados en una escuela secundaria norteamericana formaba un coro. Es un buen comienzo, especialmente, la parte de que es un grupo de rechazados si tenemos en cuenta la larga tradición de buenas cosas que han pasado en la cultura norteamericana con esa premisa en los últimos tiempos.

Sin embargo, el primer capítulo muestra que no es otra cosa que High School Musical con dos chistes más y dos canciones menos. El grupo de rechazados es sólo rechazado porque la premisa lo exige pero, en realidad, su parámetro de belleza es sólo un poco inferior al de la media para el musical hollywoodense; no sólo eso, sino que el único realmente feo es un discapacitado en silla de ruedas, con lo cual todo se hace demasiado obvio y potencialmente discriminador.

Glee engaña desde el comienzo; el protagonista, el profesor que dirige el coro y que vive en la idiota tensión clásica de los musicales adolescentes entre la adultez y la búsqueda del sueño de la vida, se entera al poco tiempo de comenzar las audiciones – no es claro cuáles son sus motivaciones para comenzarla – que va a tener un hijo y decide renunciar a su docencia y dedicarse a ser contador. Esto, que ocurre en el piloto, donde supuestamente hay que tirar toda la carne al asador y proyectar todas las líneas dramáticas de las cuales se nutre el nervio narrativo del guión, es inverosímil incluso para el espectador más domesticado; todos sabemos que esa renuncia es falsa y que, desde el momento en que la pronuncia, va a terminar renunciando a esa renuncia porque es imposible que el protagonista se despida de su función protagónica en la primera aparición. Y eso mismo es lo que va a ocurrir en toda la serie: falsas renuncias, falsos fracasados y muchas canciones cantadas magistralmente, bailadas magistralmente y con una trama tan ridícula y tan trillada que da bronca haber gastado el ancho de banda en downloadearla.

5.6.09

Caja negra, densidad Bisama



Álvaro Bisama es un amigo; leerlo es escucharse pero sin el miedo a la crueldad en la narrativa. Un pendejo de unos treinta y pico de años que marca tendencia sobre qué leer en esta columna y con su primer novela Caja Negra. Una caja negra es la grabación indestructible de lo que ocurre en la cabina del avión y es lo único que puede recuperarse con vida de un avión estrellado; esa caja negra no contiene todas las historias de los pasajeros sino únicamente las instrucciones técnicas del avión y que pueden servir para reconstruir los últimos momentos con vida de los pilotos. Si el avión no se estrella, la caja negra no es importante: el avión llega, los pasajeros se bajan, se suben los otros y la caja negra se pone de nuevo a cero, como si no cumpliera otra función más que ser el testigo de una tragedia que aún no ocurrió. Más que la idea de contener un registro de las acciones, un registro de las historias, Caja Negra - la única novela de Bisama (creo, ya nuestro corresponsal y amigo nos confirmará) – contiene esa atmósfera de destrucción, de desastre aéreo, de la certeza de los últimos minutos o segundos con vida. Las múltiples historias que contiene la novela están unidas en ese mismo clima de profesores nazis, de los protagonistas del cine de zombies, de vampiros y del cine clase B chileno, de músicos pop perseguidos por fanáticos suyos que encuentran la justificación y las instrucciones para producir rituales satánicos, de historias sobre mundos posibles que se han acabado, de agujeros negros con sentimientos humanos (aunque ocupa una o dos líneas, la idea de un agujero negro que traga universos y mundos enteros por melancolía es tan poderosa que no puedo dejar de pensar en eso). Desde que empecé a leer en Caja Negra y en esta idea de acumular historias sobre historias sin preocuparse de construir una red dramática que las contenga o un hilo narrativo más o menos firme, no pude dejar de pensar en La vida: instrucciones de uso de Georges Perec. En algún punto, por supuesto sin las pretensiones teóricas y conceptuales de Perec en La vida, Caja Negra triunfa en donde La vida fracasa. La vida: instrucciones de uso es una novela extensísima donde se describe la vida de los habitantes de un edificio de París, y no sólo de los habitantes sino de la historia de cada uno de los objetos que puebla ese edificio que más que estar habitado por gente pareciera estar habitado por descripciones, en una especie de perfecta ciencia natural wittgensteniana- el primero. La idea del rompecabezas, de las piezas de un rompecabezas más difícil de los comunes – porque tiene piezas que perfectamente pueden caber en cualquier lugar del rompecabezas – articula, en algún punto, la novela pero, sin embargo, nunca se va más allá de la admiración de cierto virtuosismo técnico de la estrategia de Perec que, sin embargo, no logra crear una delimitación más que la meramente azarosa que crea vivir en el mismo edificio. En Caja Negra, esto no ocurre; lo que contiene a todas esas historias es una determinada tradición de historias, una tradición de ciencia ficción, de satanismo, de apelación a lo bizarro (como los zombies bolivianos que cruzan las calles de Santiago en una de las tantas películas, o el deficiente mental que actúa como zombie en las películas clase B). Esa misma tradición reniega, me da la sensación, del hilo narrativo claro, de la construcción de una historia que tiene causas y efectos para preocuparse por describir la consecuencia de algo que no importa cómo ocurrió (después de algún tiempo de leer a Dick es claro que lo que importa es otra cosa, no cómo se llega a la droga X; que no importa por qué se acabó el mundo, quien apretó el botón, lo que importa es que ocurre a ese último sobreviviente cuando atraviesa una ciudad desierta y polvorienta.) Pero esa misma negación de la trama como atracción principal del relato es lo que constituye la trama de Caja Negra; porque si hay algo que es Caja negra es no una, sino al menos veinte escenas básicas de la ciencia ficción; ¿podrían armarse veinte novelas? Probablemente sí pero los veinte detonadores de la historia, los veinte hechos fundamentalmente sci-fi perderían dramatismo, la atmósfera de tragedia aérea que contiene una caja negra que ahora buscan en el Atlántico.
(*pic from here)

28.1.09

Los domingos son para dormir, o qué hacer después de vengarnos


Dicho un poco brutalmente, Hegel pensaba que la dialéctica consistía en un proceso triádico basado en tres momentos: la completa identificación, la completa diferencia y el momento de contradicción, la etapa superadora pero que contiene a los previos; esta papa metafísica en el fondo es la idea de que los individuos no están constituidos ni en una soledad egoísta total, ni en una total determinación por los otros, sino en un juego superador entre ambos momentos previos.

Los domingos son para dormir, de Sonia Budassi, son un buen ejemplo de qué ocurre sin esa última etapa superadora. Los personajes que recorren los cuentos que componen el libro no tienen una interioridad singular, propia, a pesar de que, en general, no dialogan, a pesar de que podríamos entender que lo que leemos es un largo monólogo de un único personaje.

Pero a diferencia de un monólogo que reflexiona sobre la propia subjetividad, lo que ocurre es que ese diálogo interno está compuesto básicamente por el temor que producen los otros, donde los otros es el resto del mundo. Los otros son los padres que vienen a comer, son los compañeros de casa que no se comportan de un modo particular (el modo en que quisiéramos, que tampoco se sabe muy bien cuál es), los otros son las amigas de la infancia perpetuadas en un ida y vuelta de argumentos, llantos y amoríos de verano provinciano, son los novios que no llaman.

Esos otros son, fundamentalmente, una amenaza que hace imposible que los personajes asuman algún tipo de singularidad; fundamentalmente, porque ellos son motivos de enojo, de rabia, de recriminaciones silenciosas pero que no desembocan más que en la bronca misma. En Los domingos son para dormir pareciera no existir algo así como una supuesta superación de ese enojo, de alguna acción por parte del protagonista que la conduzca a otro lado; aunque a veces da la sensación de que ya no tolera a sus amigas de la infancia, la protagonista de Fuera de Temporada se va de vacaciones con ellas; sus dos amigas van modificando, por una u otra causa, sus planes iniciales pero la protagonista vuelve a Buenos Aires a seguir esperando un teléfono que no suena hace mucho tiempo y que no da la impresión de volver a hacerlo.

En esa insistencia en el enojo, en la molestia por la mera interferencia del otro que siempre se termina convirtiendo en dominación, hay algo bastante divertido y es que se le parece mucho a los momentos donde uno planea venganzas terribles, matanzas largas y dolorosas dirigidas a infligir la mayor cantidad de dolor posible a los causantes de nuestro dolor: “aunque yo no lo haya notado, él me había seguido todo el tiempo con su moto tipo Harley Davidson, cuando salgo se decide, estoy por cruzar la calle, se detiene junto a mí, baja de la moto, dice mi nombre, se arrodilla y llora desconsolado, pide perdón, dice Clarisa sos la mujer de mi vida, por favor perdóname, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que estés conmigo. Pero no me dejo conmover por sus estúpidas lágrimas y como en una canción le digo ya es tarde.”

El problema de las venganzas, especialmente de aquellas largamente pensadas, planeadas y proyectadas, es el vacío que viene después de haberla llevado a cabo. ¿Y yo qué hacía de mi vida antes de ser El vengador, antes de ser Montecristo? Bueno, ese vacío es el problema de no llegar al momento superador de la dialéctica.

De todas maneras, Hegel es inentendible. No así el libro de Sonia que lo leí en dos días y me dejó con ganas de más misantropía.

(*) pic from here

12.10.08

Dos opciones para ¿Cómo desaparecer completamente?


¿Qué cosa mala puede pasar si algo tiene el título de una canción de Radiohead y si en la tapa del libro hay un tipo agachado con unos pijamas ingleses, en el mejor estilo de reviente de Trainspotting?

En Cómo desparecer completamente, que no trata acerca del sueño que Thom Yorke tuvo cuando volaba Irlanda, Mariana Enríquez juega con una tensión evidente entre dos culturas urbanas: la del conurbano, rodeado de pobreza, marginalidad, drogas como subsistencia y ríos contaminados y la de Palermo, o más precisamente, la de la Bond Street, donde hay apertura mental, drogas como experimento, y gente copada que sí “te invita a su casa a dormir.”

El que no vive esa tensión sino que la soluciona casi sin pensarlo es Matías, el protagonista de la novela, que cargando con una historia personal de abuso sexual y neurosis extrema, y una familiar de muertes por narcotráfico, abandonos, suicidios frustrados y renovaciones evangelistas, cree que lo mejor, lo que lo va a salvar va a ser, no justamente desaparecer completamente, sino aparecer en otro lado, aparecer en Palermo.

El hecho de que Matías prácticamente no viva esa tensión como tensión sino como la huida al mundo perfecto genera una duda: o Enriquez cree efectivamente que la salida está en Palermo, en el mundo de las fiestas electrónicas y de las marchas homosexuales o cree que el problema es el propio protagonista, un pendejo bastante insoportable respecto de la autocompasión y la paranoia respecto de cualquier mirada externa a él.

Si cree lo primero, Como desaparecer completamente no es sólo políticamente incorrecto sino casi la justificación de un discurso concheto acerca de por qué las fiestas no deberían hacerse más allá del límite de Avenida Rivadavia y La Plata si Enriquez cree lo segundo, la novela se hace exponencialmente más interesante por la ironía que supone un verdadero escape hacia la nada, una huida que supone exactamente los mismos riesgos por los cuales uno huyó. Eso es más Radiohead. La primera opción es, no sé, más Spice Girls.

31.7.08

Nueva literatura colombiana


Dos horas antes de irme de Medellín, tuve la suerte de que me llevaran a una de las mejores librerías a las que fui en mi vida, la Palinuro, una especie de bar abierto en el cual venden libros y hacen su aparición promotores del microrrelato, del minirrelato y dónde nadie te dice que ganás más o menos puntos por comprarte ese libro o si querés acompañar tu García Márquez con un combo. Si el avión hubiera salido unas horas después, de todas formas hubiera tenido que correr para alcanzarlo porque realmente no tenías mejor cosa que hacer que quedarte hablando con el dueño o con todos los que hacen de dueño o esperar que llegue Faciolince y te empiece a decir en qué rincón de esa librería imaginaria está ambientada la página 252 de Angosta. La cosa es que yo iba con dos mandatos, uno propio y uno ajeno: el ajeno, matetuertiano, era Andrés Caycedo, del cual hasta ahora me parece mucho mejor su biografía que sus dos primeras páginas. El otro era Santiago Gamboa aunque un poco menos convencido. Entre todos los que se suponía que te vendían lograron convencerme de llevarme casi el único libro nuevo que tenían ahí, el de un raro espécimen de lo que podría llamarse nueva literatura colombiana, Claudia Arroyave. Digamos que me fui muy feliz, y cuando empecé a leerlo en el avión haciendo de cuenta que no, que el avión no se podía caer en esos ochenta minutos pegado a la ventanilla, la cosa empezó a no funcionar. Primer razón: primera página con cita de Sábato, una de esas que uno ha querido abandonar: nuestra existencia son las pesadillas de Dios. Mientras Dios Descansa es un libro de cuentos que ocurren, creo que bastante colombianamente, en un pueblo perdido en las montañas en el que no falta ninguno de los ingredientes de un pueblo chico: cura libidinoso, alcalde corrupto, casamenteras, solteronas, el puto del pueblo, el fantasma del pueblo, el poeta, etc., y el forastero que deja entrar un poco de aire en la rutina. En un pueblo chico, las mismas historias van convirtiéndose en diferentes según quien las cuenta; porque como uno puede imaginar, los mismos personajes vuelven a aparecer en otros cuentos en una especie de recurrencia cotidiana que más que mostrar la opresión del pueblo, muestra la finitud numérica de su población. El problema de Mientras Dios Descansa es que existe Dios o, por lo menos, que existe la religión; y entonces, todo lo que ocurre – la muerte, la corrupción, la pobreza, etc. – parece colarse a pesar de Dios. Dios existe pero a veces duerme. Entonces, Arroyave parece a veces tener que dedicarse a denunciar lo que ocurre en esos momentos, olvidándose de lo que ocurre cuando Dios está despierto y que, en definitiva, es dónde figuran las causas terrenales de que en algún momento dios duerma. Uno podría imaginar que Dios se despierta y ve ese caos que se generó el primer día que descansó; y entonces, o le da paja hacer algo o inventa el tema de la libertad. Pero Arroyave no escribe sobre eso; prefiere usar el leit motiv del título para un relato relativamente moderno de las costumbres de un pueblo que no se diferencia de ningún otro.

16.1.08

Objetos Maravillosos o decorando un buzón para su venta


Cuando en una de las cenas Afiebradas, Pailos me dio mi ejemplar autografiado de Objetos Maravillosas de Incardona, Zedi Cioso me dijo: “Está bien, son posts”; dije “ehhhhhhhhhhhhh”. pensando que el espíritu crítico de Cioso había ido bastante lejos; “pero es descriptivo, son los posts de su blog”. “Ahhhhh”
¿Cómo te dás cuenta que son posts y no son cuentos? Bueno, primero porque ya los leíste; después porque tienen la fecha, algo que necesariamente hace pensar en un diario.
Pero lo que distingue a Objetos Maravillosos del registro de un diario es que el narrador prácticamente está ausente, o mejor dicho, dá la impresión de querer estar ausente.
Cuando el vendedor vende un anillo o un aro, vende una historia, algo que no se relaciona inmediatamente con el objeto; vende “Eleva tu glamour hasta las nubes”, “Brillitos embriagadores”, no vende anillos o no vende aros. En cada uno de sus objetos, Incadona hace notar la plusvalía, ese resto que no se vería ni siquiera si su objeto se rompiera con un martillo. Y esa plusvalía se parece a un mínimo relato, a una mínima muestra de literatura.
Así, lo que va pasando a través de Objetos Maravillosos, un libro que debería leerse en cualquier imagen que para uno represente el mito urbano, son mínimos esbozos de personajes, de anécdotas que Incardona cuenta y con las cuales parecería tener una relación de apropiación póstuma y no de experiencia presente. Melancolía de Villa Celina, melancolía de la banda del barrio, melancolía que estalla cuando Incardona le cuenta a un amigo de la infancia los cuentos que lo tienen como protagonista central.
Los objetos maravillosos no son sólo los anillos y los aros, también son esos posts, porque el mecanismo pareciera ser el mismo; tomar un objeto, el metal o el papel, deformarlo hasta darle forma, antropomorfizarlo y dejar que el objeto esconda al autor. Vender el propio yo pero disfrazado de cosa, de otra cosa. Ahí, es donde empezás a darte cuenta de que capaz te hicieron leer cuentos cortos.
Como siempre, los vendedores hacen que los árabes compren arena.
(*)picture from here

9.3.07


Leí American Psycho en 4 días. Mejor que no postee hasta que se me vaya el deseo de estaquear el orto de un desconocido con un paraguas con una punta de metal; afilada; oxidada; de Brook Brothers. O hasta que lo concrete.

16.2.07

Las Correcciones: la culpa en un bestseller no querido (parte 2)


De una manera cuasi natural, en todas las entrevistas que Franzen concedió respecto a Las Correcciones la pregunta obligada es por su propia familia: casi automatamente, cuenta la historia de los Lambert, una familia del Medio Oeste americano, y como no pudo hacerse cargo de un padre presa del Alzehimer.

Efectivamente, el pedido de biografía no es casual: la tensión de Las Correcciones está puesta en el rechazo del origen y el origen que te busca y seduce; la madre Lambert intenta juntar a sus tres hijos para reunirse en una última navidad; los tres hijos, con sus variantes, han abandonado y rehusado volver a la casa natal donde siguen viviendo sus padres.

Esa tensión entre el rechazo de ser un Lambert y de no ser un Lambert, de haber vivido lo que se vivió y no haberlo querido es, en definitiva, el signo de la culpa que atraviesa Las Correcciones. Así, no es casual la eleccción de tres hermanos por parte de Franzen: Denise, la menor, la cocinera de exclusivos restaurants, oculta a sus padres su sexualidad indefinida pero es la primera y más insistente en cumplir el deseo de su madre. Gary, banquero exitoso y casado con una esposa manipuladora, es, quizás, el que siguió más fielmente los ideales de éxito de su madre y las rígidas convenciones morales de su padre; sin embargo, no quiere tener algo que ver con su padre más allá de la decisión de internarlo de una vez y para siempre y sólo planea pasar lo estrictamente necesario en su casa natal. Chip es el hijo del medio y, claramente, el que no quiere volver; de hecho, pareciera ser el que va a ser capaz de evitarlo. Profesor universitario expulsado por acoso sexual, guionista sin resultados monetarios palpables, Chip decide aceptar una invitación de un extraño político lituano para trabajar allí en una vulgar estafa por Internet.

Llega la Nochebuena y Chip no aparece; los televisores sólo traen de Lituania imágenes que se parecen demasiado al 20 de diciembre argentino pero con el típico toque post-soviético. Si en Las Correcciones actuara Macaulay Culkin, Chip llegaría antes de las 12; sin embargo, llega la mañana del día siguiente. Y no sólo llega, sino que se queda; y no sólo se queda, sino que es el único que asiste a su padre hasta que éste finalmente ingresa en la demencia.

Tampoco es casual, que cuando Chip no vea otra escapatoria del derrumbe postsoviético más que cumplir con el deseo de su madre y aceptar, de alguna forma, su vida como Lambert, encuentre la forma necesaria de dar vuelta su guión y hacerlo vendible. En eso hay dos lecturas posibles; una, la que posibilita que Franzen sea un bestseller para toda la familia: que el aceptar el origen es la única forma de éxito: la otra, la que más me gusta, es que aceptando su origen Lambert, Chip no logra nunca vender el guión.



Como la esposa muerta o la casa quemada, así de vivo permanecía en su memoria el
recuerdo de la claridad mental y de la capacidad de acción. Por una ventana que
daba al otro mundo, aún alcanzaba a ver la claridad y ver la capacidad, sólo que
fuera de su alcnace, más allá de los cristales térmicos de la ventana. Alcanzaba
a ver los desenlaces deseados, ahogarse en el mar, un tiro de escopeta, lanzarse
desde una altura, todos ellos tan cerca, que se negaba a creer que había perdido
la oportunidad de procurarse tal aliviso.
Lloró sobre la injusticia de su condena.

10.2.07

Las Correciones: Franzen y el bestseller no querido (parte 1)


Si algo caracteriza a la visión del mundo occidental que Estados Unidos intenta imponer culturalmente es el festejo de la Navidad como el lugar perfecto de reunión familiar, la demostración de que el núcleo familiar es la base fundamental de la sociedad política, más allá de lo que digan los demócratas y sus libertades civiles.

Una madre que busca el éxito como único parámetro posible de felicidad y la crítica como único método de revertir el camino hacia el no-éxito de sus hijos, de su esposo, de sus vecinos. Un padre cargado de leyes morales imposibles de quebrantar que sufre de Parkinson y está adentrándose en el mundo del Alzehimer. Una hija ardiente de sexo sin distinción de géneros. Un hijo banquero que oscila entre la depresión que le adjudica su esposa y la paranoia que su misma esposa le produce. Otro hijo, crítico foucaltiano de la sociedad de consumo, profesor expulsado de la universidad por acosar a una exalumna y un eterno guionista de un único guión infinitamente inacabado.

Esos son los 5 Lambert que forman Las Correcciones de Jonathan Franzen, uno de los libros más vendidos en los últimos tiempos de la literatura norteamericana.

Las Correcciones tuvo una extraña recepción en los Estados Unidos: por un lado, fue publicada pocos meses antes del atentado a las Torres Gemelas – acá se puede escuchar una entrevista a Franzen, en donde tanto al principio como al final se dan noticias acerca del “terrorismo” -, y eso, en alguna medida, hizo que lo que pretendía ser la historia de una familia se convirtiera en algo así como la ilustración de una forma de vida que se estaba viendo atacada. Por otro lado, Las Correcciones fue incluida en El Club de Lectura de Oprah Winphrey, definida como la mujer más influyente del mundo por Wikipedia, con la consecuencia de que las ventas se dispararan, especialmente entre el segmento de mujeres.

Cuando un sello del Club de Lectura de Oprah empezó a aparecer en la cubierta de Las Correcciones, Franzen salió a decir que se había roto el culo durante tres años para escribirla y que no creía que una corporación tenía que adjudicarse algo respecto de él, luego de lo cual Oprah le canceló la invitación a su talk show. A pesar de tanta rebeldía, Franzen agradeció a Oprah el Premio Nacional al Libro de Ficción

Al leer la reseña – cargada de adjetivos, de frases grandilocuentes y de mensajes morales donde no los hay - del Club de Oprah, uno no puede dejar de sentir que un libro como Las Correcciones tiene la extraña virtud de ser receptivo a múltiples malinterpretaciones, algo que distingue, creo, un bestseller hecho y derecho y un bestseller producido por razones no autómatas o, si se quiere, por un autor que no necesariamente quiere producir un bestseller.


Lo que convierte a la novela en algo verdaderamente eléctrico son los múltiples choques de reconocimiento que ella entrega, al tiempo que Franzen logra escenas tan espeluznantemente correctas: el caos casi apocalíptico que surge cuando una suegra llama en el medio de una pelea familar; la angustia de un chico confinado a la mesa hasta que acabe su dena; el fervor visionario y las promesas aterradoras de una compañía presentando al mercado una nueva droga con beneficios enormes e implicaciones peligrosas.
Hay algo emocionante, sensible e inspirador en ver a la vida revelada tan precisamente, tan transparentemente y, finalmente, tan inclementemente. Al teminar Las Correciones, sentimos –como en la vida misma – un profundo respeto por la valentía y elasticidad de seres humanos profundamente dañados que mueren, nacen y sobreviven a cada momento. (Reseña de Oprah)

No tan casualmente, las cuatro o cinco escenas que se mencionan en la reseña no son ni las más importantes ni las que marcan el ritmo de la novela ni las que dicen algo respecto de la trama. Esas escenas dejan de lado las escenas de la madre descubriendo un antidepresivo prohibido en Estados Unidos, las del hijo foucoltiano buscando manchas de sexo de su exalumna en las sillas de su casa, ese mismo hijo estafando por Internet al pueblo de Lituania, o al padre puteando contra los negros.

De hecho, a la reseña le falta para ser completa, una comprensión similar a la que se hizo en Gran Hermano 07 de Esperando a Godot; para la exnovia de Sergio Denis, Esperando a Godot era una obra con un mensaje de esperanza y de cómo tener objetivos claros en la vida: pasara lo que pasara, los personajes no se movían porque ellos esperaban a Godot y Godot representaba todo lo que uno espera y cómo todo lo que uno espera a veces tarda en llegar pero sin embargo llega. Lo que le falta a la reseña era decir, por ejemplo que, a pesar de todos los cambios que se pueden producir en una familia y a pesar de que algunos pueden resistirse, todos llegan a festejar la última Navidad juntos.