razones para estar solo V
El portero del edificio me reconoce, yo no sé si le soy recíproco pero ya estoy tratando de entender por qué este es el preciso momento en el cual ella está hablando con él y parece no querer abandonar la conversación; no sólo eso, sino que tampoco entiendo de que está hablando.
Besame.
Bueno.
La cerradura parece movérsele constantemente y la llave una especie de travesaño diseñado para no entrar en esos dos milímetros. Extrañamente, habla muy despacio, casi tranquila pero también como si las palabras costaran tanto en salir; como si se demorasen enrroscadas.
Entramos. El piso está lleno de manchas azules, violetas y húmedas; miro hacia la cocina y hay no uno, no dos, sino seis trapos en el piso, en la mesa, en las sillas. Cuando me sirve vino, se cae de la silla, el vino también y aparecen más, muchas más manchas azules. Se levanta con dos explicaciones que se juntan: una, por la cual la madre le dijo siempre que se mantuviera diferente: la otra, por la cual yo nunca voy a ser diferente.
OK. Tengo una única solución para cualquier cosa: vamos a fumar. Fumamos. Ni cinco minutos me persigue el mambo. Ni cinco. Por que yo no me relajo, me dice ella, porque yo no soy diferente. Primero prende velas aromáticas que también caen al piso; después trae los antidepresivos que tengo que tomar porque estoy muy nervioso. Con una mano levanto las velas y con la otra tapo mi boca porque ya están llegando los avioncitos llenos de Prozac, de Zoloft, de Cymbalta que tengo que tomar porque estoy tenso. Y parece que no hay que estar tenso.
- ¿Pero no te va a hacer mal mezclar?
- Mi papá (que está muerto) decía que las reglas eran para idiotas.
OK. Ya no tengo una puta solución. No, no estoy tenso, no quiero el avioncito cerca de mi boca, eso no es Vitina. Hago como que la escucho y todo se convierte en cómo hacemos ahora, qué hacemos. Necesito pensar. Ya. Baño, baño.
Llego al baño.
¿podés levantar la tabla?
Sí, es verdad, la tenía baja, nunca subo la tabla, por eso vivo solo pero no hay muchas manchas azules? Salgo y tengo todo resuelto: a partir de ahora voy a ser la paz representada, nada, nada me va a ni siquiera rozar, basta de pensar. Mañana ya veremos.
Apenas tomé la decisión que me iba a permitir pasar la noche entera, hablamos de algo – probablemente de nuestra reconciliación – y ya pensaba si tenía que a) hacerla vomitar, b) mandarla a dormir, c) que se bañara. Entonces de nuevo son los besos, más besos porque ahora estamos reconciliados y probablemente ya estamos con nuestro hijo en brazos en la Mater Dei, y de repente tengo que explicar (otra vez) a: por qué no quiero tomar antidepresivos, b: pro qué no fuimos juntos al recital. Explico otra vez y entonces, con la teatralidad que brinda salir por el marco de la puerta,
- Vos te parecés mucho a tu hermano, no?
No, no conocés a mi hermano. No, no me parezco; o por lo menos, ya te había dicho que no nos llevabamos bien, que yo, más bie, no era lo que él era
Besame.
Bueno.
La cerradura parece movérsele constantemente y la llave una especie de travesaño diseñado para no entrar en esos dos milímetros. Extrañamente, habla muy despacio, casi tranquila pero también como si las palabras costaran tanto en salir; como si se demorasen enrroscadas.
Entramos. El piso está lleno de manchas azules, violetas y húmedas; miro hacia la cocina y hay no uno, no dos, sino seis trapos en el piso, en la mesa, en las sillas. Cuando me sirve vino, se cae de la silla, el vino también y aparecen más, muchas más manchas azules. Se levanta con dos explicaciones que se juntan: una, por la cual la madre le dijo siempre que se mantuviera diferente: la otra, por la cual yo nunca voy a ser diferente.
OK. Tengo una única solución para cualquier cosa: vamos a fumar. Fumamos. Ni cinco minutos me persigue el mambo. Ni cinco. Por que yo no me relajo, me dice ella, porque yo no soy diferente. Primero prende velas aromáticas que también caen al piso; después trae los antidepresivos que tengo que tomar porque estoy muy nervioso. Con una mano levanto las velas y con la otra tapo mi boca porque ya están llegando los avioncitos llenos de Prozac, de Zoloft, de Cymbalta que tengo que tomar porque estoy tenso. Y parece que no hay que estar tenso.
- ¿Pero no te va a hacer mal mezclar?
- Mi papá (que está muerto) decía que las reglas eran para idiotas.
OK. Ya no tengo una puta solución. No, no estoy tenso, no quiero el avioncito cerca de mi boca, eso no es Vitina. Hago como que la escucho y todo se convierte en cómo hacemos ahora, qué hacemos. Necesito pensar. Ya. Baño, baño.
Llego al baño.
¿podés levantar la tabla?
Sí, es verdad, la tenía baja, nunca subo la tabla, por eso vivo solo pero no hay muchas manchas azules? Salgo y tengo todo resuelto: a partir de ahora voy a ser la paz representada, nada, nada me va a ni siquiera rozar, basta de pensar. Mañana ya veremos.
Apenas tomé la decisión que me iba a permitir pasar la noche entera, hablamos de algo – probablemente de nuestra reconciliación – y ya pensaba si tenía que a) hacerla vomitar, b) mandarla a dormir, c) que se bañara. Entonces de nuevo son los besos, más besos porque ahora estamos reconciliados y probablemente ya estamos con nuestro hijo en brazos en la Mater Dei, y de repente tengo que explicar (otra vez) a: por qué no quiero tomar antidepresivos, b: pro qué no fuimos juntos al recital. Explico otra vez y entonces, con la teatralidad que brinda salir por el marco de la puerta,
- Vos te parecés mucho a tu hermano, no?
No, no conocés a mi hermano. No, no me parezco; o por lo menos, ya te había dicho que no nos llevabamos bien, que yo, más bie, no era lo que él era
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