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29.7.10

Pailos miente: El amor nos va a separar

Matías Federico Pailos miente. Miente entre los incautos. En su libro "El amor nos va a separar" dice cosas como: “Uno de los escasos consensos alcanzados en la filosofía contemporánea es que la idea de un punto de vista carente de todo aditamento personal es una idea carente de sentido”, lo cual tiene que ser falso porque si no Kant no tiene sentido. Y, si yo me cubriera con un velo de la ignorancia, preferiría la supervivencia de Kant a la de Nagel o a la de su discípulo sudamericano, Matías Federico.

Si Matías Federico miente, entonces es posible un punto de vista desprovisto de circunstancias personales. Que, y a todo esto viene el silogismo anterior, es el punto de vista que adopta el narrador de Auto de Fe. El problema es quién es el narrador.
El narrador es una deidad menor que, por ejemplo, acierta en el centro una de ocho veces, que crea planetas que duran catorce años y que explotan por los mismos ingredientes de la creación, que se deja cabecear en el área por Zeus. Una de sus creaciones, podemos aventurar, es justamente la de Matías Pailos. Matías Pailos aparece en su versión feto móvil y bebé rompebolas en cinco ocasiones; en cada una de esas escenas, la aparición de bebé Pailos es desencadenante de nuevos y desmedidos insultos hacia el padre Pailos, es la rotura de la cotidianeidad del problema habitacional de Buenos Aires en los finales de los 70. Pero lo más relevante es que cada vez que aparece bebé Pailos, el relato se detiene a contemplar qué hace él; tales actividades podrían formalizarse en una penta-disyunción de:
O patear en un terremoto O dormir poco O caer de la cuna O meter la cabeza entre las rejas O darle la espalda a su familia.
Por la regla deductiva de casos, sabemos que si a partir de los disyuntos de una disyunción se sigue la misma consecuencia, podemos deducir y afirmar esa consecuencia. ¿Cuál es la consecuencia aquí? Que bebé Pailos siempre está queriendo escapar. ¿De dónde? A mí me parece que quiere escapar del relato. Y quiere escapar del relato porque no es el protagonista excluyente, porque el relato no habla solo de él, sino que también osa hablar de otros que no son él, algo que las divinidades menores y onanistas no soportan. Bebé Pailos se quiere escapar del relato y en su manifestación de bronca termina apareciendo en él, como cuando nos queremos escapar de una casa y terminamos rompiendo la cerradura.
Si dejáramos de hablar de Bebé Pailos, podríamos decir que Auto de Fé cuenta la relación entre Papá Pailos y un conjunto numeroso de mujeres que, a diferencia del padre doble, parecen incapaces de comprender la posibilidad del desdoblamiento, de mostrarse de otra forma y de usar sus otros nombres; Papá Pailos es cagón pero también es Walter seductor y finalmente dispuesto a ponerle pelotas a la situación; Bebé Pailos es un bebé enojado de ser bebé. El protagonista del relato es, a pesar del bebé escapista, Papá Pailos; y éste, a diferencia de su primogénito, recorre el camino del héroe, demuestra complejidades, dudas, dobleces y al final transformación en el viaje.
Si Matías Federico no dijera mentiras y fuera, al menos, veraz, hubiera planteado el conflicto como corresponde: entre el padre y el hijo. Porque, de nuevo, lo que desata las puteadas contra Papá Pailos son las acciones escapistas del gurrumín; porque la imposibilidad constitutiva del relato para las ambiciones del bebé Pailós y, por lo tanto, el motivo para sus intentos de fuga, es que el protagonista es Papá Pailos. Ambos no pueden coexistir en el relato y Matías Federico lo sabe. Sin embargo, lo disimula. Quiere hacernos creer que el cuento es de otra cosa, que es sobre mujeres con hijos y represiones, que es la evidencia de la tesis de Nagel y, en realidad, lo que nos debería decir es esto:
¿Qué es un punto de vista desde la nada? No uno que no tome en cuenta los aditamentos personales sino un punta de vista que no tome en cuenta los aditmentos personales de Matías Federico Pailos. Lo que es imposible y, por eso Bebé Pailos constantemente se escapa a ningún lado, es no hablar de Matías Federico Pailos.

17.2.10

El agitador de la tierra o una nube personal


Llovió siempre en Rocha. No dejó de llover. Los cúmulos se convertían en cúmulos congestus y los cúmulos congestus se convertían en cumulonimbos. Combatí ardorosamente contra Poseidón por el control humano y terrenal sobre el mar y perdí. Luché valerosamente, me mantuve en el agua embravecida frente a los insolentes sonidos de ese hombre vestido con un buzo, pantalones cortos naranjas y pito en la boca. Luché contra todos mis amigos que corrían desesperados a por un chivito, dejando mi mochila Richard Ford anegándose, con vientos desesperados de arena, con mujeres de 40 aparentando 25. Pero perdí. Y luego, seguí luchando. Me llamaron fanático. Me dibujaban en la arena como un individuo rojo, cargado de una heladera de plástico que tenía pintado con marcador azul Aguante San Justo, una sombrilla amarilla y blanca, un termo y un juego de tejo.

De vuelta en Buenos Aires, creí, ingenuamente que habíamos hecho una tregua. Poseidón y yo nos habríamos juntado en algún momento y habríamos distribuido el disfrute del agua, casi como en un ejercicio de divorcio. Los veranos para mí y el resto para vos. Era un buen pacto. Pero los dioses cuentan con que los mortales no se den cuenta que el verano dura más de lo que duran tus vacaciones.

También odio a los guionistas. Odio a la directora de la Escuela que dice tener el modelo, que habla del modelo de las cinco columnas, que explica lo más complejo partiendo de lo más simple y que no deja de hablar de su única película, la cual no ví y que no veré. Nos quedamos una hora y media más de lo previsto porque llovía. Ella decía que era como en Cuba, que era una lluvia huracanada y que ya se estaba yendo de la zona. Mostraba la terraza, el mirador de tormentas y comentaba la posición de la palmera como síntoma de su conocimiento. La odié desde que empezó a hablar hasta que la palmera empezó a mecerse de nuevo.

Me levanté, me fui y pensé que si me aseguran que esa rubia de rulos va a ser mi compañera, probablemente, empiece a querer a la directora huracanada. Cuando salí, prendí un cigarrillo, esperé que dejara de llover y finalmente amainó. Caminé tranquilo, con paso sereno, mientras llamaba a Majo y le pedía cambio de planes y comida china. A la mitad de cuadra, corrí y ya estaba empapado. Cada esquina implicaba una decisión. Las tomé todas mal. En cada una, metí la pierna hasta el fondo, nunca calculé correctamente la profundidad y siempre salí con la zapatilla chorreando.

Cuando llegué a Corrientes, llamé a Majo y exigí un nuevo cambio de planes. Me voy a mi casa, estoy mojado y me voy a enfermar. A la distancia veo el 65. Para tomarlo, hundo nuevamente las piernas en un río tumultuoso, luego en otro y finalmente camino entre las luces largas de los autos que en varias ocasiones casi se deslizan sobre mi cuerpo. Subo, le pido un boleto de lancha colectiva y se ríen. Se ríen de mí, obviamente y de mi constante goteo. Me voy al fondo. Miro a todos los pasajeros. Somos compañeros de tragedia. Somos los sobrevivientes del maremoto. Y estamos secretamente unidos por las conversaciones de los sobrevivientes. La humanidad no me ha abandonado. Los amo a todos.

Afuera llueve más. Cuando creo por esa esquina está llegando un barco lleno de animales, o Moby Dick, con su deforme mandíbula, el 65 se detiene. Todo está detenido. Al maremoto le siguió la catástrofe del atentado terrorista. Mis compañeros sobrevivientes comienzan a esconder sus provisiones, llaman desesperados por teléfono pidiendo explicaciones o dando excusas, sacan la cabeza y miran el río detenido de autos en contraste con el heraclíteano movimiento del río en Corrientes. En la Avenida Corrientes.

El tiempo pasa. Un viejo de 60 años se levanta a una de 30 cediéndose mutuamente el asiento. Un director, que le cuenta su guión técnico a una, finalmente la besa y llama a su novia para decirle que se queda en la casa de un amigo. En realidad, se van los dos a La Plata. Pero nunca llegarán, como nunca volverá Charlie para conocer la fama de Drive Shaft. Nadie entiende qué ocurre. Hace 30 minutos que el colectivo está parado. Nos odiamos y desconfiamos en estado hobesssiano. La poesía de la lluvia, llegó a decir la conchuda de la directora. Medito. Me saco los auriculares. Sigo mojado. Medito. Me concentro. La gente camina sin rumbo fijo entre los autos. Compran jugos, alfajores, chucherías. Van hacia adelante, hacia el costado y vuelven. Los marginados también caminan y piden plata. En sus autos, detenidos hace cuarenta y cinco minutos, todos creen estar igual de mal que ellos. Pasa el Boga, militante eterno de Educación, con una remera de alguna edición del Foro Social de Porto Alegre, gritando que Macri trajo el Carnval de Venecia a Buenos Aires. Quiero bajar y abrazarlo.

De hecho, bajo. Calculamos con la pareja recién formada una estrategia. No pises nunca allá. Pisa ahí. Después da la vuelta por detrás del colectivo y salís a la mitad de la calle. Nunca a la vereda. Recordamos, cooperativamente, los desaparecidos en las cloacas. No queremos que se nos reconozca por nuestra mochila. Finalmente, ellos reculan. No bajamos. Era obvio. No quieren salir de la seguridad de estar mojados, de estar encerrados, de no tener opción. Descender es, para ellos, tener la opción de no engañar a sus respectivas parejas. Manga de maricones, mascullo y sigo el plan a la letra. No es que me escape de la situación ideal para conocer al amor de tu vida. (¿Cómo se conocieron? Llovía….)Es que no soporto más.

Piso sin el suelo y soy tan libre que se me erizan los pelos del brazo. No, tengo la camisa mojada. Camino decidido por Corrientes. Paso entre los autos e íntimamente pienso que son todos unos estúpidos, varados ahí, con sus malditas propiedades, su codicia y su envidia hacia el pobre muchacho de la 4x4, tan sojero él. Confiado en la superación de la naturaleza miedosa del ser humano, cruzo Juan B. Justo. Justo ahí empieza otro lago. Enorme. En el medio, un camión de bomberos corta todo. Policía. Mucha. Mejor sería que llegue la Prefectura. Desando mis pasos. Juan B. Justo es la parte honda de la pileta. Para cualquiera de los dos lados. Camino por Corrientes, tomo Darwin. Todo es posible. Sólo los vecinos que salieron a comentar la tragedia. Camino, una, dos, tres cuadras. Juan B. Justo está peor. Mientras llego a la cuarta cuadra, veo que no hay nada más allá de ese largo lago roñoso. No hay un fin. No hay “la otra orilla”. Estoy rodeado. Vivimos en una isla con gente que no conozco pero de la cual debo tomar cuidados. Cuando vuelvo a Corrientes, las esquinas se juntan de quienes contemplan la tragedia. Mientras vuelvo a hablar con Majo, quien me recomienda pedir un taxi y yo le pido un helicóptero, grito Señor Ibarra, vuelva.

Paso enfrente de la casa de Idez. Necesito irme. Estoy mojado, me chorrea el agua, soy una versión del Monstruo del Lago. Una mala versión. Lo llamo? Llego a la orilla de Juan B. Justo y al sojero de la 4x4 están por lincharlo. En general, los argumentos se reducen a: hace una hora y media que estoy acá, hijo de puta, vos no pasás. Revanchismo en estado puro. Nadie se va si yo no me voy. La 4x4 decide: o me linchan, a mí y a mis compañeros sojeros, o la pongo a navegar. La pone a navegar. Cuatro se encaraman sobre el guardabarros y allí va. Abre el agua. Es el primero en mucho tiempo que pasa. Los habitantes de la orilla nos miramos. Si llega él, salimos nosotros. Llega.

Somos 8. Tendríamos que portar unas antorchas. O tendríamos que caminar como zombies. Pero de todas formas, la luz cortada de Corrientes, que no se refleja en el lago, convierte todo en una película de terror. El agua está menos fría que en La Pedrera. Bastante menos fría. Una señora (nunca una rubia de rulos) me toma del brazo, yo tomo de la mano al que va adelante y así, como en una danza judía, avanzamos lentamente por Corrientes. En la mitad del trayecto, cuando el agua me llega hasta las rodillas, hago lo de siempre. Pienso si estará bien lo que estoy haciendo. Es claro que es algo que ningún amigo mío hubiera hecho. De hecho, hay uno sólo que lo hizo. Es al que vamos a ponerle flores en la alcantarilla de Pacífico.

Una de las fugitivas grita por una rata. Le grito que no se preocupe. Que las aguavivas son mansas acá. Antes de que el agua me encoja más los genitales, el agua desciende y la salvación, después de una cuadra y media parecida a Buscando a Nemo, llegó a algo húmedo. Miro al agua, y ese tipo tan parecido a mí, tan churro que vive en el fondo del río de Corrientes me guiña un ojo, antes de transformarse en Poseidón. Agitador de la tierra puto. Vos perdiste un concurso, cagón. Me saco las zapatillas, me estrujo las medias y mientras creo que estamos en la orilla de Rocha, lo veo a Idez que camina y me dice y obvio, tenías que estar ahí.

Nos tomamos una birra en un bar con ping pong. Quizás sería demasiado enfático decir que se me cayó un vaso lleno de cerveza en el pantalón.

(*)pic from here

2.2.10


Te odio. Sólo por momentos, cuando vos me querés, parece que yo también te quiero. Pero es falso. Te odio y blasfemo tu nombre. Escupo sobre tu tumba. Maldigo tu prole y progenie, si es que ellas fueran diferentes. Yo simulo que te quiero porque algún libro me convenció de que la venganza siempre es insider, que la venganza en la que uno mata a un tipo en el supermercado es banal, rápida y poco sofisticada.
Yo quiero enamorarte, decirte que te amo, viajar a Brasil y emborracharnos todos los días, coger toda una tarde de lluvia, repartir los espacios de la biblioteca, presentarte a mi familia, que me presentes a la tuya, que comamos helado mientras miramos una película de Scorsese o de Truffaut, hacerte el café a la mañana y no hablar durante dos horas, que me cuentes de tu día de trabajo, que cojamos, que salgamos y que juguemos en el equipo que seguramente va a perder contra el combinado de estrellas del resto del mundo, que nos ríamos y que, finalmente, vos te enamorés de mí. Ahí, probablemente te mate. O te haga la vida imposible sólo con callarme y poner esta cara que he perfeccionado durante tantos años. Pero es más probable que te mate y luego viaje a Sonora, donde muera en un viaje de peyote.
¿Te das cuenta que cuando no me das bola me estás cagando un plan fantástico?

20.1.10

La Tigra, Chaco



La Tigra es, además de todas las cosas que es, un western de la espera, quizás en el mismo sentido de The Gunfighter, en la cual Johnny Ringo, un pistolero con una fama que sobrepasa las fronteras de los estados y perfora en las imaginaciones de quienes quieren matarlo sólo por ser los que mataron a Johnny Ringo, vuelve a su pueblo original a ver durante algunas horas y disfrazado como un hombre común a su hijo y su mujer. Johnny Ringo espera y espera en la cantina porque la película no es tanto sobre su familia sino sobre lo que ocurre en ese tiempo donde espera a su familia.

En La Tigra todo esto está matizado por todo el cine que pasó desde los 50 de Henry King y de Ford pero en la multitud de planos de horizonte, de un horizonte llano y con escasas líneas verticales, en una cámara que pocas veces opta por la cámara en mano o la cámara vertiginosa y se queda con una cámara fija, uno puede reconocer cierto aire de familia con los westerns.

El protagonista de La Tigra vuelve a su pueblo con una excusa, que es como la bomba que debían desactivar en las películas de Hitchcock; lo que va a importar es cómo el protagonista comienza, de una manera tierna y natural, a apropiarse de sus recuerdos y a modificar la monotonía estancada del pueblo chaqueño y no precisamente porque haga algo sino por su sólo presencia, por la presencia de su espera.

En ese sentido, La Tigra es absolutamente natural: el protagonista sólo espera y lo que van modificándose son los otros, lo que se “altera” es el pueblo y no tanto él, que parece tener las herramientas necesarias para que esa espera no se haga ni tortuosa ni desesperante ni beckettiana. A diferencia de Ana y los otros, en la cual uno también tiene que pensar – la historia de alguien que vuelve al pueblo de interior (¿lo qué importa es que el pueblo sea del interior?¿tan porteño es todo? Después de todo, casi todas las películas son de “chica llega a pueblo” o “chico vuelve a pueblo” - , el protagonista no vive su espera ni con la imposibilidad de comunicarse ni con la desesperación del aburrimiento ni con lo absurdo del sin sentido, sino viviendo esa espera de manera activa. La espera en Ana y los otros es caprichosa, es llevada al extremo por la misma protagonista y es vivida como el sin sentido, en particular, es vivida así por el espectador.

Esa espera activa es extremada en The Gunfighter porque todos quieren ver, tocar a Johnny Ringo como la celebridad del oeste que es y otros quieren probarlo, testearlo y eventualmente, cargar con el muerto, una actividad altamente popular en los Estados Unidos de esa época. Por supuesto, La Tigra no tiene ni esa identidad ni esa crudeza. Pero donde la protagonista de Ana pasaría su temporada sentada en una silla siempre demasiado a punto de romperse, el de La Tigra atraviesa todo el pueblo – una de las mejores escenas, creo – para arreglar esa misma silla.

31.12.09


Voy a pasar tres días con mi familia. En un lugar abierto pero asfixiante. Van a ser tres días. De mi abuela cantando dos canciones repetidas diez por día; de mi abuela dándome mate; de mi madre diciéndome que tengo el peor humor del mundo; de mi madre preguntándome qué quiero comer; de mi tía hablándome de mi cuñada; de mi tía haciéndome café. Voy a empezar una nueva década del dos mil con kilos de más y con senos masculinos. Es increíble lo rápido que se me va la comida a mis senos. Como si mi única forma de seducir fuera la comida y cuando la comida es ingerida, vaya directo a los senos. Creo que es verdad. Así que empecemos una nueva década. Empecemos la década donde ya no seamos más jóvenes. La década que no será nuestra sino de generaciones más inteligentes y más creativas. Ellos también tendrán senos masculinos llegado el momento.
(*)pic from here