Cara de queso, la confirmación de un garca
Durante mi adolescencia, que ocurrió en los 90, el mundo se dividía en categorías binarias y simples, sin ninguna duda sobre el criterio utilizado; por un lado, estaban los garcas que solían ser winners y por otro lado, estaban los loosers que sufrían por serlo, distinción importada que era una modernización de otra distinción, también importada pero durante la época del Rodrigazo, entre los populares y los no populares de la preparatoria estatal.
Cara de Queso es una gran película aunque le falten, al menos, 20 minutos para desarrollar todo el potencial que evidentemente está. Quizás la falta de presupuesto – poco probable – o quizás la necesidad de dar una imagen de panorama cotidiano que no necesariamente siga las reglas de bronce de taller de guión, terminan convirtiendo a Cara de Queso en una película más parecida a un histeriqueo detenido por el vómito del histeriqueado que a uno detenido por el mero placer de continuarlo luego.
Cara de Queso está ambientada en los 90 y eso no se ve pura y exclusivamente en las noticias que ve el padre del protagonista sino en una escena símbolo de esa distinción tan adolescente y simplista que nos mantenía unidos a nosotros, los futuros neuróticos de la clase media. El hermano de Cara de Queso tiene una novia judía como él, que es algo así como la prolongación de la madre del protagonista Ariel y no por su parecido físico sino por la combinada imposibilidad de salir de la sociedad matriarcalizada del judío burmaniano de Once.
La novia prácticamente vive en casa de ellos y aunque aún no tuvieron relaciones sexuales propiamente dichas, ello no impide que él le pida constantemente que se la chupe y ella se lo niegue. ¿Cómo salir de esa situación dilemática? El novio decide romper la relación, confesando un supuesto problema existencial propio del judaísmo y de la necesidad de romper el matriarcado. Ella llora. Él se mantiene firme. Luego de un silencio casi sepulcral, él le pregunta si lo quiere; ella dice sí; el dice entonces chúpamela y ella le dice sí. Y los dos se van de la mano, esperando que la adolescencia no termine nunca o que al menos los 90 se conviertan en un siglo.
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