type='text/javascript'/> Mundo Playmobxx: febrero 2007

27.2.07

Armonía preestablecida


La combinación de la relectura de De qué hablamos cuándo hablamos de amor y Le Mépris de Godard producen esa extraña sensación de armonía preestablecida entre la conciencia y el mundo exterior.

Carver no nombra pero, sin embargo, produce un círculo inevitable acerca de eso no nombrado. Le Mépris empieza con Bardot preguntándole a su esposo - Michel Piccoli – si le gustan sus muslos, su culo, si prefiere sus tetas o sus pezones. Luego de que Bardot da un paseo en auto con el productor de la película en la que su esposo trabaja, ellos ya no son los mismos.

Piccoli se va a cansar de preguntarle qué pasa, por qué no es la misma; la va a abofetear pero ella seguirá obstinada en su silencio. En realidad, ¿que más hay que decir? Lo otro es querer racionalizar algo que es irracional de por sí; de la misma forma que querer explicar por qué al principio de las relaciones uno vive en una sensación de irrealidad.

Y además, claro, es Bardot quien se calla.

23.2.07

El extraño momento donde nace la timidez

De cómo PH se siente obligado por sus tres lectores y escribe una historia donde nace un apodo.
i.

Cuando me fui de viaje de egresados a Córdoba, pensé que era popular. Era yo el que tenía 10 atados de cigarrillos en la mochila que habíamos ido comprando de a poco, robando a nuestros padres, etc. Sin embargo, las informaciones fueron pasándose de oído en oído y ante una muy segura requisa de las madres acompañantes a nuestras habitaciones, tiramos los cigarrillos por la ventana del hotel, con la triste noticia de que al otro día no quedaba ni siquiera una nota diciendo: gracias, manga de forros.
Hasta ahí, la popularidad no era negativa: era más bien un valor neutro, una posibilidad que se había diluido. La popularidad decayó más bien en otro momento: fue cuando desde mi habitación, que había dejado de ser popular desde que al pelotudo de Nicolás, el mismo que se cagaba en todos mis cumpleaños en Deportivo Español, se había gastado toda la plata que le habían dado en dos días, jugando a uno de los tres fichines que había en el “lobby” del hotel (que, ni siquiera, era un Tetris); desde mi habitación, así empezaba la oración, se empiezan a escuchar risas, primero masculinas, después femeninas, después más risas, después lo que nos parecían besos; todo eso pasaba en el pasillo.
Cansados de practicar la sana competencia de “a ver a quién le salta más” – perdí - , abrimos la puerta para salir a la felicidad que nos esperaba afuera.
Afuera: un retazo de una cabellera rubia, dos manos sosteniendo una cabeza, unos cuarenta centímetros de piel y las risas más cercanas, mayor cercanía con el aire de esas risas. Eso era casi una foto porno para nosotros. Cuando estamos a punto de abrir del todo la puerta, alguien la cierra violentamente al grito de “malenganchado!!!”
Extrañamente, todos acatamos la orden implícita y nos tiramos a dormir. A nadie se le paraba.

ii.

Yo recién me había separado de una novia que, como siempre fue mi mejor amiga, ahora también lo es, digamos porque nos queremos. Ibamos a la cancha de River en la temporada 95-97. Me acuerdo que la misma noche que viajé a Granada, llovía a cántaros y River tenía que jugar contra Vélez por el campeonato local. SI bien no era una final final, si el Millo ganaba, era campeón. Cuando ya estaba por subir al avión – no les tenía miedo entonces – ví un teléfono público. Marqué los siete números – después le agregaron los 4 adelante – y en vez de atenderme ella, me atiende la madre.

- M. no está, Facu. ¿No estás viajando ya?
- No, todavía no. ¿Cómo va el partido?
- No sé, no lo estoy escuchando.

La cosa es que en ese entonces había una especie de uniforme de la cancha que, quizás hoy lo siga siendo: las Topper blancas y el jardinero (en lo posible Lee). Y antes de que M. fuera novia, tuve que hacer todo y de todo para lo que fuera: desde hacerme el borracho hasta ser el amigo que escuchara todos sus éxitos amorosos con otros, desde ser compañero de secundaria de ella hasta llorar dos veces por día por que no me había hablado un día; desde leer a Sábato hasta prometer que, si a los 29 estabamos solos, nos casábamos.

El día que inauguré el uniforme, era una noche donde jugaban River e Independiente, creo que por alguna Supercopa. Llegamos medio tarde y la popular estaba hasta las manos así que subir dos escalones se hacía casi como que Enzo jugara mal. La multitud empujaba para el costado, para atrás, para adelante y nosotros ahí, sin querer, rozándonos. Mi cara de preocupación por M debió ser grande; uno, grande, bien grande con una remera roja de River me tocó el hombro y me dijo “no te preocupes, flaco, te ayudamos a cuidar a tu novia”. Pensando si es que la iban a violar ahí mismo o en el entretiempo, la neurosis me empezó a aflojar cuando ví que no pasaba nada. Terminó el segundo tiempo, ahí venían los penales y yo lo único que pensaba es que alguien se la había confundido con mi novia. Y era tan poco, y yo me agarraba tanto de esa imagen sabiendo que era poco, pero sabiendo que aparte de mí, alguien más estaba confundido.
River perdió, yo seguía confundido, y la desconcentración se hacía caótica: todo daba la sensación de que las hinchadas querían salir rápido para cagarse a trompadas. Corridas por los pasillos oscuros del segundo piso de la cancha, tumultos en las escaleras y yo entre que Cedrés se había errado el penal y qué bueno que acá estoy con la imagen de mi novia que todavía no sabe nada. En eso, cuando venían los Borrachos caminando hacia nosotros – no comandados por el cool de Alan, sino por el más típico Diariero – M. me agarró la mano. Bajamos la escalera. Salimos de la cancha. M me soltó la mano.

iii.
Así fue que empecé a usar jardinero, casi como una cuestión de cábala. El tema es que, claro, en Parque Patricios el jardinero también era uniforme pero por distintas razones: el ambiente ricottero-stone que, lamentablemente, se degeneró hasta el rockchabón de hoy – no es que no fuera degenerado antes pero, joder, hay diferencias - , te permitía vivir más o menos en paz con tu indumentaria. Una armonía no buscada pero sin embargo ahí, al alcance de la mano.

Claro, el nene entra en la Facultad de Filosofía y Letras, un emporio importantísimo del pensamiento nacional. Bueno, no sé por qué me metí en esa carrera ni siquiera hoy lo sé. Los tres primeros años de carrera, donde yo ya me había separado de M., los pasé en compañía de un grupo bastante bizarro, que estaba nucleado fundamentalmente alrededor de la idea de que nuestros compañeros eran unos pelotudos, que nuestras compañeras no nos daban bolas y que mejor hubiera sido estudiar Letras, decí que ahí son todos más pelotudos que nuestros compañeros y las chicas más bien son todas lesbianas. Eso y Dostoievsky para ser sinceros era lo que nos unía. Eso y la desmesura rusa.

Entre ellos estaba Dragón del Mar. DDM y Sebastián – otro Sebastián, hoy devenido un serio académico michiganiano – eran una máquina de bardear; iban a las clases después de la reunión de los Viernes – donde se juntaban cuatro horas antes del práctico de Moderna a chupar birra -, se sentaban en Platón durante tres horas a inventar chistes, te empujaban delante de la chica que te gustaba para que tu café se te cayera en la rodilla, eran los primeros en llegar a La Diabla, donde nos pasábamos cuatro horas en esquinas aledañas tomando birra para entrar durante cuarenta minutos y, principalmente, no te dejaban tomar apuntes. Apenas empezabas a escribir en el cuaderno espiralado que decía Universitario en la tapa, te lo sacaban o te movían la lapicera. “Después te comprás los teóricos. Puto”. Y así.

Un día fui con mi enterito Levis nostalgioso a un teórico de Contemporánea. Ese día me empezaron a llamar Pity - como el de Viejas Locas -, algo que a veces se les escapa, más bien cuando quieren hacerme enojar o cuando no tienen nada de qué hablar entre ellos. Ese día, también, fue el último que usé mi enterito Levis.

21.2.07

Catecismo


Si no lo dije, lo digo ahora: hay que abandonar el barrio. Y no porque quieras cambiar y el barrio te quede chico. Más bien es al revés; un día te das cuenta que cambiaste y que el barrio te es ajeno. Ese día las inconsistencias dejan de ser tales.

El barrio, especialmente cuando es un barrio de verdad como Patricios, nunca cambia. El barrio siempre es igual; es como Pochito, que desde hace veinte años está en su silla de rueda en la puerta de la iglesia. Pochito tiene la pierna derecha cortada a la altura de la rodilla, un muñón en la mano izquierda y cuatro dientes en toda la boca. De la silla de rueda está colgada su mochila negra, un papagayo y nada más.

Lo traen a las 9 de la mañana y se lo llevan a las 19, antes de que termine alguna de las misas. A eso de las 11, empieza a buscar una chica o una mujer más o menos linda que esté caminando cerca y la llama con las manos, o emitiendo una especie de rugido, según sea chica o mujer. Les pide un café de la confitería de enfrente.

Algunas no le hacen caso y Pochito tiene que volver a pensar en cómo era eso de comunicarse con la gente. Si tiene suerte y dio justo con la cristiana culposa, Pochito toma su café y a las 12 se lo pasan a buscar de la confitería.

A eso de las 16 llega el Gordo. Se sienta en la otra punta de la escalinata y se miran durante un rato largo. A las 18 llega el que vende estampitas, Marquez, y hablan con el Gordo, básicamente, del clima y de lo que tienen ganas de comer a la noche. A las 18.30 Pochito vuelve a buscar mujeres beatas y les pide un café, esta vez con medialunas.

A Marquez y al Gordo no les cabe nada que a Pochito lo banquen desde la confitería. A ellos nada y a Pochito todo. Pero Pochito no puede caminar, piensan a veces, casi como si les cayera el catecismo desde el cielo. Otras veces, piensan que todo es marketing, que por qué no los pisó a ellos ese patrullero.
(*) Abbildung von hier

16.2.07

Las Correcciones: la culpa en un bestseller no querido (parte 2)


De una manera cuasi natural, en todas las entrevistas que Franzen concedió respecto a Las Correcciones la pregunta obligada es por su propia familia: casi automatamente, cuenta la historia de los Lambert, una familia del Medio Oeste americano, y como no pudo hacerse cargo de un padre presa del Alzehimer.

Efectivamente, el pedido de biografía no es casual: la tensión de Las Correcciones está puesta en el rechazo del origen y el origen que te busca y seduce; la madre Lambert intenta juntar a sus tres hijos para reunirse en una última navidad; los tres hijos, con sus variantes, han abandonado y rehusado volver a la casa natal donde siguen viviendo sus padres.

Esa tensión entre el rechazo de ser un Lambert y de no ser un Lambert, de haber vivido lo que se vivió y no haberlo querido es, en definitiva, el signo de la culpa que atraviesa Las Correcciones. Así, no es casual la eleccción de tres hermanos por parte de Franzen: Denise, la menor, la cocinera de exclusivos restaurants, oculta a sus padres su sexualidad indefinida pero es la primera y más insistente en cumplir el deseo de su madre. Gary, banquero exitoso y casado con una esposa manipuladora, es, quizás, el que siguió más fielmente los ideales de éxito de su madre y las rígidas convenciones morales de su padre; sin embargo, no quiere tener algo que ver con su padre más allá de la decisión de internarlo de una vez y para siempre y sólo planea pasar lo estrictamente necesario en su casa natal. Chip es el hijo del medio y, claramente, el que no quiere volver; de hecho, pareciera ser el que va a ser capaz de evitarlo. Profesor universitario expulsado por acoso sexual, guionista sin resultados monetarios palpables, Chip decide aceptar una invitación de un extraño político lituano para trabajar allí en una vulgar estafa por Internet.

Llega la Nochebuena y Chip no aparece; los televisores sólo traen de Lituania imágenes que se parecen demasiado al 20 de diciembre argentino pero con el típico toque post-soviético. Si en Las Correcciones actuara Macaulay Culkin, Chip llegaría antes de las 12; sin embargo, llega la mañana del día siguiente. Y no sólo llega, sino que se queda; y no sólo se queda, sino que es el único que asiste a su padre hasta que éste finalmente ingresa en la demencia.

Tampoco es casual, que cuando Chip no vea otra escapatoria del derrumbe postsoviético más que cumplir con el deseo de su madre y aceptar, de alguna forma, su vida como Lambert, encuentre la forma necesaria de dar vuelta su guión y hacerlo vendible. En eso hay dos lecturas posibles; una, la que posibilita que Franzen sea un bestseller para toda la familia: que el aceptar el origen es la única forma de éxito: la otra, la que más me gusta, es que aceptando su origen Lambert, Chip no logra nunca vender el guión.



Como la esposa muerta o la casa quemada, así de vivo permanecía en su memoria el
recuerdo de la claridad mental y de la capacidad de acción. Por una ventana que
daba al otro mundo, aún alcanzaba a ver la claridad y ver la capacidad, sólo que
fuera de su alcnace, más allá de los cristales térmicos de la ventana. Alcanzaba
a ver los desenlaces deseados, ahogarse en el mar, un tiro de escopeta, lanzarse
desde una altura, todos ellos tan cerca, que se negaba a creer que había perdido
la oportunidad de procurarse tal aliviso.
Lloró sobre la injusticia de su condena.

13.2.07

Personajes secundarios (iii): de qué hablan los señores y las señoras


La oposición que plantea el Señor Osvaldo Bayer - parece que cuando uno quiere mostrarse muy pero muy enojado hay que instalar previamente el adjetivo "señor" o "señora" - entre "el llano lenguaje del aprendizaje y el academicismo de acentos aristocráticos", en breve, entre la Universidad Academicista y la Universidad Democrática y Popular, ofrece los mejores ejemplos para explicar qué son la demagogia y el populismo.

Acá, una "feminista" pero lúcida respuesta a lo sustancial del asunto.


(*) picture from here

10.2.07

Las Correciones: Franzen y el bestseller no querido (parte 1)


Si algo caracteriza a la visión del mundo occidental que Estados Unidos intenta imponer culturalmente es el festejo de la Navidad como el lugar perfecto de reunión familiar, la demostración de que el núcleo familiar es la base fundamental de la sociedad política, más allá de lo que digan los demócratas y sus libertades civiles.

Una madre que busca el éxito como único parámetro posible de felicidad y la crítica como único método de revertir el camino hacia el no-éxito de sus hijos, de su esposo, de sus vecinos. Un padre cargado de leyes morales imposibles de quebrantar que sufre de Parkinson y está adentrándose en el mundo del Alzehimer. Una hija ardiente de sexo sin distinción de géneros. Un hijo banquero que oscila entre la depresión que le adjudica su esposa y la paranoia que su misma esposa le produce. Otro hijo, crítico foucaltiano de la sociedad de consumo, profesor expulsado de la universidad por acosar a una exalumna y un eterno guionista de un único guión infinitamente inacabado.

Esos son los 5 Lambert que forman Las Correcciones de Jonathan Franzen, uno de los libros más vendidos en los últimos tiempos de la literatura norteamericana.

Las Correcciones tuvo una extraña recepción en los Estados Unidos: por un lado, fue publicada pocos meses antes del atentado a las Torres Gemelas – acá se puede escuchar una entrevista a Franzen, en donde tanto al principio como al final se dan noticias acerca del “terrorismo” -, y eso, en alguna medida, hizo que lo que pretendía ser la historia de una familia se convirtiera en algo así como la ilustración de una forma de vida que se estaba viendo atacada. Por otro lado, Las Correcciones fue incluida en El Club de Lectura de Oprah Winphrey, definida como la mujer más influyente del mundo por Wikipedia, con la consecuencia de que las ventas se dispararan, especialmente entre el segmento de mujeres.

Cuando un sello del Club de Lectura de Oprah empezó a aparecer en la cubierta de Las Correcciones, Franzen salió a decir que se había roto el culo durante tres años para escribirla y que no creía que una corporación tenía que adjudicarse algo respecto de él, luego de lo cual Oprah le canceló la invitación a su talk show. A pesar de tanta rebeldía, Franzen agradeció a Oprah el Premio Nacional al Libro de Ficción

Al leer la reseña – cargada de adjetivos, de frases grandilocuentes y de mensajes morales donde no los hay - del Club de Oprah, uno no puede dejar de sentir que un libro como Las Correcciones tiene la extraña virtud de ser receptivo a múltiples malinterpretaciones, algo que distingue, creo, un bestseller hecho y derecho y un bestseller producido por razones no autómatas o, si se quiere, por un autor que no necesariamente quiere producir un bestseller.


Lo que convierte a la novela en algo verdaderamente eléctrico son los múltiples choques de reconocimiento que ella entrega, al tiempo que Franzen logra escenas tan espeluznantemente correctas: el caos casi apocalíptico que surge cuando una suegra llama en el medio de una pelea familar; la angustia de un chico confinado a la mesa hasta que acabe su dena; el fervor visionario y las promesas aterradoras de una compañía presentando al mercado una nueva droga con beneficios enormes e implicaciones peligrosas.
Hay algo emocionante, sensible e inspirador en ver a la vida revelada tan precisamente, tan transparentemente y, finalmente, tan inclementemente. Al teminar Las Correciones, sentimos –como en la vida misma – un profundo respeto por la valentía y elasticidad de seres humanos profundamente dañados que mueren, nacen y sobreviven a cada momento. (Reseña de Oprah)

No tan casualmente, las cuatro o cinco escenas que se mencionan en la reseña no son ni las más importantes ni las que marcan el ritmo de la novela ni las que dicen algo respecto de la trama. Esas escenas dejan de lado las escenas de la madre descubriendo un antidepresivo prohibido en Estados Unidos, las del hijo foucoltiano buscando manchas de sexo de su exalumna en las sillas de su casa, ese mismo hijo estafando por Internet al pueblo de Lituania, o al padre puteando contra los negros.

De hecho, a la reseña le falta para ser completa, una comprensión similar a la que se hizo en Gran Hermano 07 de Esperando a Godot; para la exnovia de Sergio Denis, Esperando a Godot era una obra con un mensaje de esperanza y de cómo tener objetivos claros en la vida: pasara lo que pasara, los personajes no se movían porque ellos esperaban a Godot y Godot representaba todo lo que uno espera y cómo todo lo que uno espera a veces tarda en llegar pero sin embargo llega. Lo que le falta a la reseña era decir, por ejemplo que, a pesar de todos los cambios que se pueden producir en una familia y a pesar de que algunos pueden resistirse, todos llegan a festejar la última Navidad juntos.

6.2.07

Arizona Sur: poblando la Patagonia (¿?)


Y fuimos a ver Arizona Sur, nomás; recordando a Casero haciendo del niño que no estudiaba en Cha Cha Cha con excusas del estilo “se cayó el tren donde viajaban mis padres y los cocodrilos se los comieron”, que se llamaba Capusotto y que tenía unos anteojos enormes; también fuimos porque Alan Pauls firmaba el guión.
Arizona Sur está montada sobre la idea de poblar la Patagonia. Un personaje mítico, actor del incipiento porno italiano de los años 50, se traslada a Argentina con el fin de embarazar mujeres feas, viejas, sin esperanzas de hijos. Así, ha creado una progenie de hijos sin padre, unidos por una característica común: los dedos del pie están unidos por una membrana de piel, como si fueran patos. Nazareno y su hermano, hijos de él, sin saberlo demasiado bien, comienzan a buscarlo luego de que su madre octogenaria y en estado catatónico queda embarazada.
Hasta acá, y contada de esta forma, la historia parece prometer una road movie con tintes de búsqueda existencial de identidad.
El tema es que hay que reconstruir un poco la historia para contarla así; la película es temporalmente caótica, con escenas que se repiten, con cabos desanudados y con un sinsentido que a veces no sabés si es generado concientemente en código absurdo o si es producto de escenas perdidas u olvidadas. La búsqueda del padre sólo produce que Awada (quien hace del semental italiano) cante ópera en un hospital, que desaparezca otra vez siguiendo las asentaderas de una cincuentona enfermera y que a Nazareno le crezca la barba.
En este código del absurdo, la película se hace más una serie de escenas sueltas que una unidad narrativa: una banda kusturikense toca en un camión mientras recorre la Patagonia – que, encima, no es la Patagonia aunque la sea - , a Casero casi se lo violan por las deudas de juego del hermano, la mística aparición de una chica de Acuario que produce la mejor cara de Casero en toda la película, casi la que estabamos esperando.

Fui feliz mientras estuve convencido de que Pauls era coguionista de Arizona Sur mientras intentaba disecar qué partes había pensado él y cuáles las otras. Por supuesto, le tocaban todas las buenas. Pero los créditos del final de la película son así: inapelables y sin posibilidad de interpretación.