type='text/javascript'/> Mundo Playmobxx: mayo 2009

30.5.09

El mundo va a ser más justo...


Cuando hablo de justicia, mis amigos se ríen. Cuando hablo de justicia en el fútbol, se preocupan de mi sanidad mental.

Si Huracán sale campeón, el mundo va a ser más justo. Ayer, Huracán jugó más bien mal; Pastore y Defederico se enredaron en ellos mismos, el árbitro estuvo a punto de ser linchado verbalmente y mi vecino de tribuna, que tiene un hijo con el mismo corte de pelo de Messi – que parece, a pesar de lo animé que es, causar furor en las canchas – fumó en todo el partido un paquete entero de Marlboro y me terminó mangueando cinco cigarrillos. Banfield fue el equipo más amarrete y bilardista del universo entero, jugando nada más que a no dejar jugar, creyendo que quebrar ideas es lo mismo que tener una.

Mientras el Globo perdía, los nervios ni siquiera dejaban pensar que la próxima semana jugamos contra el equipo pagado por el baile del caño y las cámaras ocultas. Los idiotas del fútbol no paraban de putear a Medina, Toranzo, al “pendejo de Pastore”, etc. y pedían que el gol llegara de cualquier forma. Pensé en esa raza de gordos de clase media que en vez de trabajar decentemente de taxistas, habían descubierto el periodismo deportivo: “Era esperable, con el juego lindo, con el tiki tiki se ganan partidos pero no campeonatos”; “el buen fútbol no es suficiente, hacen falta jugadores que raspen” o esas ordenanzas municipales convertidas en leyes del estilo “desbordar y tirar el centro”, “por el medio, nunca”, “mantener el arco en cero”.

Todos están esperando que Huracán pierda: porque si Huracán pierde, se demuestra – con esa mínima evidencia con la que los mediocres aceptan cualquier conclusión – que no hay que preocuparse por jugar bien o por jugar mal, que se puede ser Banfield o Huracán pero que lo importante es ganar; en el fondo lo que quieren decir, lo que les cuelga de las gargantas a esos etiquetadores de cacerolas, es que es imposible jugar bien y salir campeón.

Ayer, a todos esos, el golazo de Toranzo les hizo tener que pensar un poco más cómo es que un equipo que sin jugar bien, sin tener encendidos a sus dos conductores, no recurrió nunca al pelotazo, nunca dejó de abrir la cancha con los más amplios cambios de frente, nunca se desesperó y terminó ganando. Por supuesto, esos no pensaron, sólo dijeron que Huracán tuvo suerte y ahora esperan una semana más para abrir la puerta del taxi mental que tienen y empezar de nuevo por dónde hubieran querido empezar ayer. Manga de putos.

Todos seguimos esperando que este blog vuelva a tener algún sentido, digamos, uniforme.O, al menos, uno

25.5.09

Apache: los indios y los blancos


Durante los primeros quince años de madurez del western, el problema de cómo representar al enemigo clásico del que quería establecerse en la frontera había sido solucionado de una manera bastante sencilla, poniendo al indio como el otro, un otro que sí tenía alguna virtud era la de ser un buen guerrero.
Pero en esa supuesta virtud, el indio era ridiculizado: podían ser quinientos indios contra diez soldados de la caballería, cincuenta contra cuatro hombres en una diligencia y el resultado siempre podía caer del lado del hombre blanco. El problema del indio como guerrero es que el indio era un guerrero malo, un guerrero que incluso con múltiples Winchester, podía fallar numerosos disparos, a diferencia de una relación siempre eficiente del blanco con las armas de fuego.
Es claro, entonces, que si los indios pierden definitivamente la guerra, si el Gran Jefe Jerónimo se rinde ya no existe una representación posible del indio en el western: si el indio es definido como un mal guerrero, sin guerra, el indio tiene aún menos sentido.
Apache, de Robert Aldrich, tiene precisamente este problema; a pesar de querer contar la historia desde el punto de vista del indio, la representación es imposible. Jerónimo se ha rendido y Massai es el último guerrero apache que se niega a esa rendición y que prefiere alejarse tanto de su vencida comunidad como de la comunidad blanca. Massai es Burt Lancaster y a diferencia de los indios previos del western, habla perfectamente el inglés salvo que se refiere a sí mismo maradonianamente en tercera persona. Massai no tiene un solo rasgo apache en su rostro, salvo un débil maquillaje y unos ojos claros que están más del lado de la cultura blanca que de la del indio.
En última instancia, el problema es clásico y únicamente lo ha podido resolver la cultura italoamericana: ¿cómo contar la historia de un sector excluído de una sociedad cuando ese sector coincide con ciertas características físicas y culturales que son distintas de la audiencia mayoritaria a quienes está dirigida la película?; ¿cómo lograr que alguien se identifique con un protagonista que pertenece a una minoría?
La clave de Aldrich para esta posible identificación es reducir las características distintivas del indio clásico del western y transferirles ciertas características propias de lo que la cultura del colonizador considera como progreso. Massai aprende a amar de manera blanca a su mujer y eso significa que ya no le pega más, que ahora trabajan juntos, que ahora están en pie de “igualdad”; Massai también aprende a cultivar maíz, a vivir en una casa, a usar herramientas y vestimentas de blanco; Massai aprende a ser padre, a esperar orgullosamente la llegada de su hijo y abandonar definitivamente su guerra privada en cuanto el primer llanto del niño llegue. Porque eso es lo que haría un hombre blanco.
Pero por sobre todas las cosas, Massai aprende el valor del individualismo, del poder existir fuera de la tribu, fuera de la comunidad. En una casa aislada de todos, Massai puede reconfigurarse como algo distinto. Y esa casa aislada es, ahora, un lugar de llegada, un lugar que nunca abandonará y el cual defenderá con todas sus armas. Porque si algo aprendió Massai es el valor del progreso individual, del superar las dificultades iniciales y en esa superación encontrar el orgullo que antes hallaba en la muerte del guerrero.
Si el final de The Searchers consistía en Wayne volviendo al desierto como demostración de lo imposible que le resultaba volver a entrar en un hogar y en un parámetro de normalidad, Apache realiza la operación exactamente inversa: Massai entra en la casa, sale de un mundo de violencia, opresión y lucha entre la comunidad y el individuo, y entra para no salir más. Porque para hablar de los indios, los blancos los convierten en blancos.
(*) pic from here

3.5.09

Si no entra la pelota, tres jugadores y los bigotes de Cappa, no vale


Las noches de Parque Patricios son distintas desde que Huracán dejó de ser una película en blanco y negro donde Houseman, Brindisi y Babington ayudaban a Menotti a ir a la selección; ahora, en la noche previa a los partidos los borrachos se juntan de a 16 y gritan dale globo en cada esquina; los drogones fuman menos para despertarse e ir al Tomás A. Ducó al otro día; los viejos se animan a subir cuarenta escalones y ubicarse en la popular, con una remera con publicidades que no sabe de qué son y sintonizar la tele para sacarle el color y que otra vez vuelva el blanco y negro. Cuando el tema del día era la muerte de Alfonsín, alguien me dijo que los alfonsinistas eran como los hinchas de Huracán: ganan algo cada veinte años y no pueden dejar de hablar de eso. Me volví al barrio con la gratificación de la coherencia; volví al barrio con más cómites cerrados en toda la Argentina, con más fotografías amarillas que se afirman en los portarretratos quebrados, y con la única pared donde todavía se puede encontrar una pintada de apoyo a De La Rúa en la elección del 97. La señora que estaba dos escalones más abajo guardó su lápiz y su revista de crucigramas en la bolsa, sacó el Clarín cortado con tijeras, en una perfecta e inútil simetría, prendió un cigarrillo, se paró y dijo: ahora empieza la fiesta. Todos nos paramos y dudamos de la señora; es demasiado bueno lo que está pasando. Esto se tiene que terminar. A los siete minutos, Godoy Cruz ganaba 1 a 0 y Huracán había tenido seis situaciones de gol, lo tenía encerrado en su campo, ya me dolía la garganta de putear y fumar, ya había recuperado la sensación de estar en la cancha y ya sabía las canciones básica que uno tiene que saber. En algún momento, me imaginé que hoy, el día que había abandonado mi abstinencia de fútbol en vivo y en directo, era el día en que Cobos fuera el candidato a presidente de la UCR, que es lo mismo que decir que ese era el día donde nadie había aprendido absolutamente nada nunca. Pero no, Huracán juega como una máquina paciente, confiada, sobradora y autoconsciente. Huracán hace que la cancha sea más ancha, que haya más verde que un montón de jugadores amontonados, que los jugadores corran y que erren tantos pero tantos goles hasta que, casi por cansancio, entran uno, dos, tres y cuando tendrían que entrar cuatro goles más, Huracán no los hace porque los goles que quieren hacer los jugadores no son goles, son golazos. Huracán ya no sabe jugar a otra cosa más que a lo que los bilardistas, resultadistas y mediocres llaman despectivamente fulbito. No importa, nada de eso importa, porque alguien tenía que mostrar que hay otra forma de entender al fútbol, otra forma de jugar sin ser amarretes y hacer trampa. Y esa otra forma es tan pero tan digna y tan gratificante que desde los veinte minutos del segundo tiempo, uno se abraza con desconocidos y aplaude a un Gónzalez que parece el Freddy Rincón del 5 a 0 pero arrancando de treinta metros más atrás, a un De Federico que no gambetea sino que hace ballet, a un Nieto que es tan alto y tan bruto en sus movimientos que es casi tierno, a un Bolatti que pone minas antipersonales en la mitad de la cancha y a su alrededor y a un Pastore que… bueno, que es el que promete que el campeonato ganado no es el de hace treinta años sino el que termina recién en unos meses.