type='text/javascript'/> Mundo Playmobxx: marzo 2009

30.3.09

bafici: stalags


Mientras espero la confirmación de la resurrección de Alfonsín, Stalags comienza a incorporarse en la lista de las películas más incómodas moralmente que ví, de esas que uno quisiera que se convirtieran en falsos documentales. El documental de Ari Libsker trata acerca de un género menor de la literatura israelí, los Stalags, una especie de novelas pornográficas que comenzaron a publicarse en los primeros años después de que se creara el Estado de Israel; en general, la trama era absolutamente sencilla; un aviador inglés caía prisionero en un campo de concentración que era dirigido por oficiales nazis mujeres, vestidas de cuero, con carne desbordando de su atuendo y que a los pocos días comenzaban a violarlo y a torturarlo. Las historias terminaban siempre con la venganza del aviador.

Los primeros veinte minutos generan algo extraño, cuando hay declaraciones de varios lectores de esas historias que en ese momento eran adolescentes y que las recuerdan como el único contacto con la pornografía y con la sexualidad en un Israel particularmente victoriano, y la historia de un israelí que viaja 10 horas para tener sexo anal con una descendiente de un oficial nazi verdadero. Luego, como sacado de 2666, la búsqueda de uno de los seudónimos utilizados para publicar los Stalags empieza por un supuesto norteamericano que, en realidad, era un escritor profesional israelí que lamentaba no haber nacido en Estados Unidos donde ahora sería multimillonario escribiendo para empresas de venta directa.

¿Por qué ese algo es extraño? Porque la mera combinación de las palabras holocausto y pornografía en Israel parecen no combinarse de una manera armónica; sin embargo, lo que muestra Libsker es cómo no sólo el género de las Stalags se hacía tremendamente popular en Israel sino como ello coincidía con el juicio a Eichmann, donde por primera vez, el relato de los sobrevivientes comenzaba a escucharse.

El documental está montado sobre esta idea de la extrañeza frente a una posible representación alternativa del holocausto, una representación que parece encontrar más una explicación psicológica freudiana que con una supuesta venganza literaria a través de la actividad del héroe. ¿Qué es en última instancia, lo que provoca la popularidad de los Stalags precisamente en el lugar mayormente habitado por los sobrevivientes? Varios de quienes hablan en el documental atribuyen el relativo éxito de los Stalags más a una especie de perversión que a una representación, llamemosla así, válida de lo ocurrido; obviamente, la apelación a lo incontable de la experiencia, a la inenarrabilidad del horror, a la imposibilidad de la representación clausuran la discusión de una manera rídicula, sin ni siquiera tomarla en serio.

Uno podría, y a decir verdad, pienso que es la opción más adecuada, decir que la pornografía es la pornografía y que en un ambiente de escasez de recursos, la única pornografía disponible se convierte en la pornografía consumible. De hecho, el descenso de popularidad de los Stalags se da en un contexto donde ocurren dos cosas: la primera, es que luego de la publicación de un Stalag que se llamaba más o menos así “Yo fui la perra del Coronel Schultz” y que subía la apuesta explícita del contenido pornográfico, y que termina siendo prohibida legalmente; la segunda, es que ya no se publicaba uno mensualmente, sino que había múltiples editoriales con su propio Stalag particular con lo cual el propio peso de la masividad hace decaer la demanda. Si uno elige la segunda opción, la ley del incremento de la industria pornográfica – con su posterior detalle y especificación – se confirma y el problema moral se acrecienta; si uno elige la primera opción, uno sigue teniendo un problema moral y es que hoy en día, encontrar un Stalag en Israel es difícil y potencialmente caro, como lo muestra uno de los primeros entrevistados que prefiere no dejar ver su rostro.

25.3.09

you will be the first against the wall


No puedo dejar de pensar que ayer Radiohead marcó un punto de quiebre en mi relación con la música; no porque no supiera que lo iban a hacer, sino porque no me imaginé que lo podían hacer tan así, tan contentos, tan lejos de ser los niños ricos con tristeza que suponen los idiotas que se reciben de polemistas en la Universidad de Nimo. Tampoco puedo dejar de pensar que, en el fondo, prefiero el mundo privado, el mundo bubble que genera Jonny Greenwood con sus miles de juegos y en el cual no necesita ni un puto contacto con la realidad, ni siquiera alguien que le sugiera un cambio en el corte de pelo. Y menos puedo dejar de pensar que antes de que se llamara Nude, sabía que Big Ideas era lo que me iba a erizar los pelos.

17.3.09

los hijos


De chico, no tuve perro pero siempre quise tener. Molesté tanto que un día mi papá llegó del campo y me trajo una perra; era marrón, orejona y con mal aliento. Le puse Laika.
A Laika no la cuidé más que durante dos días; al tercer día, perdi la correa, le puse una soga para colgar la ropa y me olvidé de ella. Cada tanto ladraba pero a mí ya me aburría; después de ponerle el nombre, no había nada más que hacer. Laika se enojó o es que ya estaba loca pero un día su mal aliento se convirtió en dentelladas y ya no respetó a nadie; ni siquiera a las botellas de vidrio que, primero rompía, luego comía y al final sangraba. Mi papá se la llevó al campo de nuevo y creo que intenté llorar y hacerle prometer que íbamos a ir a verla siempre que pudiéramos; seguro que me dijo que sí y seguro que nunca se lo pedí.
La otra vez fue cuando estábamos de vacaciones en Mar del Plata y de repente nos dimos cuenta que habíamos ido a parar a una casa donde las perras iban a parir; en un mes, tres perras parieron; a la primera le puse Malvinas porque se arrastraba por la calle sin asfaltar como si estuviera en la guerra; a la segunda ya no le puse nombre y a la tercera la cascoteamos entre todos. Malvinas tuvo siete cachorros y yo dije que había ayudado a nacer uno; como eso enterneció nuevamente a mis padres, los pude convencer de llevarme uno que alguien dijo que era un ovejero belga pero, en realidad, era un perro negro con las orejas puntiagudas.
Lo llamamos Bailler por un perro que mi abuela tenía en el campo; ese mismo año fue el comienzo de la conversión que haría mi abuela con los años: de mujer sufrida pero valiente, de mujer cariñosa pero cabrona, mi abuela se convirtió en una nena caprichosa y mimada, cosa que seguimos manteniendo con la arena que sigue escurriéndose por un lugar cada vez más ancho. A Bailler lo cuidé durante más tiempo porque ya tenía amigos propios y ya teníamos temas de conversación; sin embargo, un día lo atropellaron y no se murió. Le quedó doblada la pierna de adelante y en vez de no apoyarla, la apoyaba y la cicatriz nunca se cerraba, sino que se abría y se gangrenaba, y parecía que no se gangrenaba pero al final sí. Finalmente, me quedó un perro tripatico y como mi hermano empezó a cuidarlo, yo lo convertí en un fantasma que vivía en el patio, al cual ya hacía rato que ni siquiera entraba.
Bailler apoyaba el muñón como uno de esos pacientes de Merlau-Ponty a quien les pica el brazo amputado. Nos fuimos otra vez de vacaciones y le pedimos a mi abuelo que lo cuidara; mi abuelo odiaba los perros y sólo accedió si le ponían un bozal durante nuestra estancia en, otra vez, Mar del Plata. Al final, mi papá lo llevó a operar para que le extirparan el muñón, que también se le había gangrenado, y murió en la operación. Mi hermano preguntó si lo habían enterrado y mi papá dijo que sí.
Por un largo rato no tuvimos perro. Yo había empezado a decir que quería tener un gato pero ya me había llegado la adolescencia y entre tantas Playboy edición argentina, entre tantas idas al Parque Rivadavia a comprar revistas brasileñas con enanos, el gato pasó a un segundo plano argumentativo. Un día, el que se murió fue mi papá. Ese mismo año, cuando llegó mi cumpleaños, mi tía me trajo un cachorro de cocker para que me cuidara. Era una perra y no un gato. La llamé Galatea pero rápidamente mi familia le acortó el nombre y quedo en Gala.
Galatea es negra, flaca y ahora está ciega. Cuando voy a la casa de mi madre, soy al único de toda mi familia que no saluda ni le pide mimos ni le mueve la cola; a veces, la alzo y ella empieza a escurrirse rápidamente, no con miedo sino con asco.
Desde que llegó a mi casa, cada diez minutos hay que hablar de Gala: de cómo salta a pesar de los años, de cómo te mira, de qué inteligente es, de cómo te reconoce, de cómo te pide comida, de cómo saluda a mi mamá, a mi tía, a mi abuela-niña, a mi hermano, a mi cuñada, a mi futuro sobrino. Todo el día se habla de mi perra; uno puede discutir la posición de Obama en Medio Oriente y si Gala va al baño, hablamos de Gala; uno puede olerse el culo pero Gala es la inteligente.

6.3.09

El liberalismo y los playmobils

Este post nació de un comentario de Cece y de una de las caminatas de tres horas que hicimos transandinamente.

Cece afirmaba que los Playmobiles tenían la vida solucionada desde el principio, desde antes de abrirse la caja y descorrer el plástico que los contenía: el playmobil que nacía en las virginales fábricas de Alemania como sheriff haría cumplir la ley en el lejano oeste, el que nacía controlador de tráfico lo sería siempre y la que nacía reina, no podría abdicar. Al principio, le dije que sí pero luego me dí cuenta que no, que de ninguna manera.

Al menos hasta hace algunos años – ahora los Playmobiles son distintos – los Playmobiles eran la representación de un principio liberal básico, el cual siempre ha sido mencionado como su obstáculo principal para enfrentarse con la pluralidad cultural y la identidad arraigada en las religiones, narrativas, grupos sociales, etc.: éste principio consiste en la idea de que dado que los individuos pueden cambiar sus objetivos, redefinir su identidad, pueden entrar y salir de cualquier tradición cultural, entonces esas adscripciones identitarias son posteriores a la existencia del individuo. De acá se sigue, casi naturalmente, que hay algo previo que constituye al sujeto y que no tiene que ver con esas identidades que siempre son consideradas provisorias y, si se quiere, contingentes.

Si los Playmobiles tuvieran la vida solucionada desde el principio – en el sentido ceceano – eso implicaría la violación de este principio: el sheriff no podría cambiar su ocupación y la reina sería reina por descendencia familiar. Sin embargo, lo divertido de los Playmobiles es que debajo de sus accesorios, debajo de sus sombreros, sus charreteras, sus barbas, etc., seguía quedando un Playmobil al que le podías dar otra identidad, que podías disfrazar de otra cosa: el sheriff podía ser el rey, el controlador de tráfico podía ser el ladrón del oeste, etc. Lo que quedaba de todas esas combinaciones era el sujeto abstracto del liberalismo, ese sujeto que esperaba ser determinado por otras cosas pero que, sin embargo, nunca era determinado total e irreversiblemente.

La libertad del individuo era para los Playmobiles justamente esa posibilidad de cambiarse la identidad – o mejor dicho, de ser cambiados por el sujeto activo del juego –, de dejar de ser lo que eran y pasar a ser otra cosa. Por supuesto, el liberalismo de los Playmobiles era clásico, quizás demasiado clásico, y todavía no podía entender la transmutación de género: uno podía cambiarle el peinado a una Playmobil por el de un Playmobil masculino pero siempre quedaría esa faldita levantada por el aire, en una inocente reminiscencia de la clásica escena de Marilyn.

Ahora bien, Cece tiene razón pero sólo con respecto a la nueva generación de Playmobiles: por ejemplo, para el mundial de fútbol, se hicieron jugadores de fútbol que tenían las camisetas de los distintos países pintadas en su propio cuerpo, las medias y los pantalones cortos; ahora, los viejos tienen pintados sweaters de viejos, hay romanos que tienen las botas y las togas de los romanos y que no se pueden sacar.

¿Por qué pasa esto, por qué este cambio? Uno podría suponer que los Playmobiles se enfrentaron a otro tipo de juguetes, a una generación justificada en imágenes de precisión, en el hiperdetalle de las cosas; frente a esto, ese mero sujeto abstracto sin determinaciónes previas, sin la vida arreglada desde el principio, parecía demasiado tonto, demasiado simple. En realidad, yo diría que lo que parece es que los ejecutivos de la industria de los juguetes suponen una menor creatividad en los niños: no hay que darles una tabula rasa, sino una tabula completa con todos los detalles y en donde se vea bien grande el logo de Coca-Cola, no los dejemos pensar en que pueden cambiar su vida, no dejemos que nos compliquen las estadísticas con el abandono de sus posiciones sociales y tradicionales. No dejemos que le saquen la corona al rey, que le cambien la barba al sheriff; ni siquiera los dejemos jugar con la idea de la revolución.