
Si no lo dije, lo digo ahora: hay que abandonar el barrio. Y no porque quieras cambiar y el barrio te quede chico. Más bien es al revés; un día te das cuenta que cambiaste y que el barrio te es ajeno. Ese día las inconsistencias dejan de ser tales.
El barrio, especialmente cuando es un barrio de verdad como Patricios, nunca cambia. El barrio siempre es igual; es como Pochito, que desde hace veinte años está en su silla de rueda en la puerta de la iglesia. Pochito tiene la pierna derecha cortada a la altura de la rodilla, un muñón en la mano izquierda y cuatro dientes en toda la boca. De la silla de rueda está colgada su mochila negra, un papagayo y nada más.
Lo traen a las 9 de la mañana y se lo llevan a las 19, antes de que termine alguna de las misas. A eso de las 11, empieza a buscar una chica o una mujer más o menos linda que esté caminando cerca y la llama con las manos, o emitiendo una especie de rugido, según sea chica o mujer. Les pide un café de la confitería de enfrente.
Algunas no le hacen caso y Pochito tiene que volver a pensar en cómo era eso de comunicarse con la gente. Si tiene suerte y dio justo con la cristiana culposa, Pochito toma su café y a las 12 se lo pasan a buscar de la confitería.
A eso de las 16 llega el Gordo. Se sienta en la otra punta de la escalinata y se miran durante un rato largo. A las 18 llega el que vende estampitas, Marquez, y hablan con el Gordo, básicamente, del clima y de lo que tienen ganas de comer a la noche. A las 18.30 Pochito vuelve a buscar mujeres beatas y les pide un café, esta vez con medialunas.
A Marquez y al Gordo no les cabe nada que a Pochito lo banquen desde la confitería. A ellos nada y a Pochito todo. Pero Pochito no puede caminar, piensan a veces, casi como si les cayera el catecismo desde el cielo. Otras veces, piensan que todo es marketing, que por qué no los pisó a ellos ese patrullero.