
Terminé hace algunos meses de leer 2666, de Roberto Bolaño. Es difícil escapar de una afirmación grandilocuente, decir algo que no tenga la coraza de la frase marketinera de contratapa: “la novela que revolucionará la literatura latinoamericana”, “la obra póstuma del mejor escritor de los últimos años”, “Bolaño mezcla el género policial con todos los géneros y de ahí sale 2666.”
Todos estos meses que pasaron desde que terminé de leerlo, estuve tratando de escribir algo acerca de él y escapar de todas esas frases que, sin embargo, son todas verdaderas al mismo tiempo.
Vamos a empezar por acá y vamos a ver adonde nos lleva: Bolaño construye un universo particular, generado y centralizado lejanamente por Benno von Archimboldi; de alguna forma, Archimboldi es la madre patria y todas las demás historias son sus colonias, algunas más importantes y por lo tanto más controladas por la metropoli (los críticos, Haas) y algunas más lejanas (Fate, Amalfitano). En ese universo lleno de historias amenazadas por la muerte, en ese desierto que rodea a Santa Teresa donde la noción de salvación es tan próxima como la noción de muerte, Bolaño intenta formular literariamente el concepto de irrealidad.
Kant decía que todas las percepciones de lo que existía empíricamente se estructuraban en términos de espacio y tiempo; la idea es que Bolaño también hace eso pero con el signo inverso: construye una negación del espacio para captar el concepto de la irrealidad.
La parte del Desierto
¿Qué es el desierto sino el espacio negado? Supongamos que el desierto implica un lugar básico de rechazo; es la naturaleza misma la que no permite la percepción humana o, si la permite, se obtiene una deformación de ella a través de una visión o un espejismo. En 2666, el desierto es uno de los núcleos oscuros, de los “centros ocultos” de los cuales habla Ignacio Echeverría; sin embargo, a diferencia de los Detectives Salvajes, la novela no se ahonda en el desierto, sino que lo tiene siempre como periferia, como amenaza permanente pero nunca concretada. En ese sentido, Santa Teresa es el último mojón, el eslabón más cercano, que recibe su atracción y su carácter hipnótico– por ejemplo, para Lotte, para Pelletier, para Espinoza – justamente de esa cercanía, que permite tener casi todas las sensaciones del desierto sin internarse en él.
Lalo Cura y Florita Almada viven en la periferia de Santa Teresa, aún más cerca del desierto; Bolaño parece construirlos como aquellos que saben bastante más que los demás (por esa misma cercanía?) pero que no terminan de articularlo en palabras. Florita, la Santa, puede ver los rostros de las asesinadas y Lalo pertenece a una estirpe que representa la subcultura de la violación de mujeres.
“Vivir en este desierto, pensó Lalo Cura, es como vivir en el mar. La frontera entre Sonora y Arizona es un grupo de islas fantasmales o encantadas. Las ciudades y los pueblos son barcos. El desierto es un mar interminable. Éste es un buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres.”
La parte de la guerra.
“A Hans Reiter no le gustaba la tierra y menos aún los bosques. Tampoco le gustaba el mar o lo que lo común de los mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que no eran valles y precipicios que no eran precipicios.”
Cuando se lo llamó a la guerra, Hans Reiter quiso entrar en la Marina alemana, en la División de Submarinos; dada su altura descomunal, su pedido fue rechazado jocosamente y lo destinaron a la Infantería.
La guerra, especialmente si uno era alemán y debía participar de una guerra de conquista, supuso que las fronteras dejaran de tener un sentido clásico; las fronteras no dividían absolutamente nada para un soldado, sino que siempre debían ser traspasadas; así, Reiter recorre buena parte de Europa en su periplo militar, casi sin darse cuenta de lo que hace.
Así, Reiter llega a una isba en la aldea de Kostekino, donde halla un escondite detrás de una chimenea y encuentra el diario de Boris Ansky, un escritor soviético que es aclamado y luego perseguido por el partido; ahí, en esa chimenea diminuta, en la cual Reiter entra incomodosimo, en la cual lee constantemente el diario de Ansky, Reiter descubre dos cosas que marcan buena parte del futuro de 2666. La primera, al pintor Giuseppe Arcimboldo; la segunda, que el interior de la chimenea, concebido artesanalmente como escondite, nunca había sido utilizado como tal, sino sólo como lugar donde esconder el diario; es decir, que ese espacio era, en todo caso, la negación de la humanidad y la afirmación de un evento de otro tipo – en este caso, literario - ,así como las planicies del fondo del mar no son planicies sino otra cosa; así como el desierto no es para los hombres, sino para los peces.
(sigue luego)